Un cuento chino, la segunda película de Sebastián Borensztein, presenta notables mejorías con respecto a La suerte está echada, aquel flojo debut del hijo de Tato estrenado hace seis años. Una vez más, la narración gira alrededor del azar, las casualidades, lo estrambótico. A Jun (Ignacio Huang), indudablemente, lo persigue la mala fortuna. Justo cuando está por casarse con su novia, esta es aplastada por una vaca caída del cielo. Empujado por la tragedia, sin dinero y sin saber español, viaja a Argentina en busca de su único familiar, un tío al que, por supuesto, no encuentra. En su lugar se topa con Roberto (Ricardo Darín), un ferretero ermitaño y antipático cuyo único interés consiste en coleccionar recortes de noticias bizarras, como la de la vaca voladora. Incapaz de dejar al pobre chino librado a su suerte, el argentino decide hospedarlo en su casa. La convivencia, que intentan sobrellevar por medio de gestos, es poco menos que imposible. Desesperado por encontrar un hogar para Jun y así sacárselo de encima, Roberto atraviesa todo tipo de contratiempos, desde ser echado a patadas de la embajada china hasta trompearse con un policía, mientras que aquél, temeroso de quedar en la calle, se desvive por complacer a su hospedador y adaptarse a sus mañas insólitas.
En primer lugar, Un cuento chino sobresale por sus intérpretes. Existe una idea generalizada según la cual Ricardo Darín es el actor más emblemático del cine argentino actual. Esto se debe en gran parte al tremendo éxito de sus trabajos con Bielinsky y Campanella. Quizá no integre ese heterogéneo salón de ilustres que acoge a Alcón, Alterio, Brandoni, Carella, Dumont y Luppi, entre otros. Su estampa, fácilmente reconocible, podrá gustar o no. Más allá de las preferencias, el ex galancete se convirtió en un todoterreno. Basta con echar una ojeada a su extensa filmografía, que reúne títulos disímiles como La discoteca del amor, Perdido por perdido, La fuga y El mismo amor, la misma lluvia. En este caso, lo que hace con el personaje de Roberto es extraordinario. Imagínense: película nacional de proyección masiva, pareja despareja, tipo duro que se ablanda a medida que avanza la historia. El riesgo de propiciar un festín de cursilerías es enorme, pero Darín, siempre seguro para conciliar con toda naturalidad el drama y la comedia en la vida interior de sus criaturas, lo sortea sin inconvenientes. Su partenaire Ignacio Huang no se queda atrás y logra, excepto cuando el chiste fácil obliga a lo contrario, encarnar a un chino despojado de toda cualidad estereotípica, en tanto que Muriel Santa Ana, una de las poquísimas figuras rescatables que entregó la ficción televisiva en los últimos tiempos, despliega sus dotes de comediante como Mari, la desvalida enamorada de Roberto.
Apenas un par de factores le resta brillo a la propuesta de Borenzstein. El primero tiene que ver con el pasado del protagonista, que define su carácter inexpugnable. Si bien este trauma se devela sobre el final, Darín y el director se encargaron de adelantárnoslo en varias entrevistas, acaso evidenciando la superfluidad del mismo: Roberto es veterano de Malvinas. El segundo lo constituyen algunos clichés imperecederos de la comedia argentina a la hora de retratar el encuentro con culturas extrañas (¿era necesario hacerle decir a un chino “la concha de tu hermana”?). En definitiva, allí donde Un cuento chino se hace fuerte es en la rutina de sus personajes, en ese magro desayuno de té solo y un pedazo de pan separado de su miga, en las ocurrencias de Mari, en los enérgicos monólogos de Jun sin subtitular (jamás habrá amistad entre él y Roberto), en los ridículos antojos del cliente de la ferretería. Afortunadamente, estos aciertos abundan.