Un cuento argentino
El primer gran tanque nacional del año llegó a nuestras carteleras, y promete ser todo un éxito: Un cuento chino, de Sebastián Borensztein, tiene todos los condimentos para lograrlo, y constituye un ejemplo ideal para analizar el devenir de cierto tipo de cine industrial argentino. Especie de collage bien presentado de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, Un cuento chino es, al mismo tiempo, un filme que se pretende bien argentino, capaz de generar la inmediata identificación del espectador a partir de la representación de (lo que se supone que es) nuestra idiosincrasia. Se dirá, como se ha dicho, que la mayor parte del mérito recae en su protagonista, Ricardo Darín, a estas alturas el actor argentino más importante del momento, y seguramente tendrán razón: el actor fetiche de Juan José Campanella lleva la película a otro nivel, y en más de una ocasión la salva de caer en el ridículo. Pero lo interesante a analizar es otra cosa: ¿cuáles son los procedimientos que convierten al filmeen un éxito seguro, capaz de ingresar en la rutina diaria de miles de argentinos?¿Cuál es su significado, su importancia para la cinematografía nacional?
Hay una certeza casi indiscutible: Un cuento chino juega a seguro, una posición que define tanto su ética, como su estética, y hasta la posición política que pretende adoptar (y que no necesariamente es la real). Se trata de un filme bien de género, una comedia costumbrista que trabaja sin vergüenza desde los clichés (sobre todo, desde el argentino de barrio que compone Darín), y que incluso apela al realismo mágico (pésima traducción cinematográfica del famoso movimiento literario, que en cine suele derivar en una subestimación grosera de las culturas latinoamericanas), pero que en la mayoría de su metraje consigue una prolijidad tal que le permite inocularse contra las críticas, esconder sus defectos y justificar la identificación del espectador. Con claras reminiscencias a cierta cinematografía italiana (aquella que se popularizara en los ´90, con Silvio Soldini -Pan y Tulipanes- y Giuseppe Tornatore – Cinema Paradiso- a la cabeza), tanto desde lo temático como desde lo formal, Un cuento chino pretende contar una anécdota mínima, se diría que una fábula sobre la amistad en los tiempos globales que vivimos. Darín interpreta a Roberto, un solitario ferretero de barrio siempre malhumorado, de comportamientos obsesivos y neuróticos, al punto de hacer de su vida una rutina de hierro,regulada hasta en el más mínimo detalle. Luego de la escena de apertura (donde una vaca cae literalmente del cielo en China), lo veremos contando todos los clavos de una caja sólo para controlar que un pedido esté en orden, puteando a algún cliente o proveedor, leyendo todos los diarios y recortando noticias absurdas (que serán recreadas en flashback de tintes fantásticos, con costosos efectos especiales, y una estética colorida al estilo de Amelié), cenando en soledad, y rechazando alguna invitación a salir. Esas primeras escenas dejarán en claro cómo es el personaje: un ermitaño de proporciones, incapaz de relacionarse con el mundo externo. Pronto, empero, una novedad sacudirá su vida: la aparición de Jun (Ignacio Huang), un inmigrante chino que sólo habla mandarín, y que se ha quedado en la calle luego de que un taxista lo estafara. A regañadientes, Roberto se hará cargo de la situación, lo llevará primero a la embajada china, y terminará alojándolo con un plazo de siete días, con el consiguiente descalabro de su rutina. El principal eje narrativo pasará siempre por allí: los malentendidos producidos por el choque de culturas y la incomunicación, y los trastornos generados en la vida de un obsesivo como Roberto. Por las dudas, Borensztein agregará una trama romántica a partir de la aparición de una mujer (Muriel Santa Ana), hermana de un amigo de Roberto, que está perdidamente enamorada de él y hará todo lo posible por conquistarlo.
Película de voluntad aleccionadora, portadora de un “mensaje” de alcance existencial, Un cuento chino comienza a fallar a medida que se intenta tomar en serio a sí misma: el humor discreto del inicio (que intenta evitar la ridiculización grosera del personaje chino, aunque sea retratado como un niño) virará, hacia el último tercio, en un tono denso y culposo, que debe recurrir a la Guerra de Malvinas para justificarse a sí misma y al personaje. Y es que en el fondo (y aquí está su verdadera posición política) no hay medias tintas en Un cuento chino: todo sirve para emocionar (o golpear) al espectador, ya sea la utilización de los estereotipos más conocidos, la apelación al compromiso oportunista, o esa musiquita casi omnipresente de tonos juguetones, que acompaña y puntúa las escenas cómicas, resaltando su carácter de fábula inocente. Nada en cine es, empero, inocente, y todo tiene una explicación, más que nunca cuando se pretende reflejar la idiosincrasia de un pueblo (con herramientas tan obtusas como el costumbrismo y el realismo mágico), una aspiración ya de por si desproporcionada pero reveladora de la posición (ética e ideológica) del director.
Por Martín Ipa