El cine de Darín
Lo primero que aparece en la película es un paisaje al otro lado del mundo. La imagen muestra un bote flotando tranquilo sobre un lago de la China, pero los colores y las texturas digitales saltan a la vista de tal manera que enseguida el espectador se traslada a un estudio de postproducción, quizás, en el barrio de Palermo. Sin embargo, no es sólo un descuido de la factura técnica, o una falta de habilidad para el uso de las imágenes digitales; cuando la película abandona esa introducción china y viene hacia la ciudad de Buenos Aires, hay un primer plano de la vidriera de la ferretería De Cesare, que sin computadoras de por medio, también resulta visiblemente falso. La ferretería de Roberto De Cesare (Ricardo Darín) tiene el caos más ordenado del universo. Cada tornillo, cada pinza o frasquito tiene un lugar pensado para la maraña con mucha cautela. Incluso el cartel que anuncia el negocio sobre la calle está pintado con cuidado, limpio, como si se lo hubiera dibujado esa misma mañana. Esa pulcritud simétrica que tienen muchos de los planos de Un cuento chino, que degrada las locaciones a decorados, le da a la película esa textura chata de la mayoría de los productos televisivos.
¿Y el cine? El cine lo pone Darín. Quién sabe qué habría sido de este proyecto si no contara con su presencia. Se puede suponer que la película naufragaría al primer “boludo” o “pelotudo” que le toca pronunciar a ese ferretero amargado, gris y obsesivo que tiene de protagonista. Roberto De Cesare es un hombre metódico y acostumbrado a la soledad que se topa con Jun, un inmigrante recién llegado que no habla una palabra de castellano y no tiene donde pasar la noche. La convivencia forzada, que Roberto toma más como una obligación moral que como un acto de caridad, va a dar lugar a situaciones cómicas que de a poco van a ir desestructurando su vida para que pueda encontrar el amor en Mari (Muriel Santa Ana). Es difícil pensar en otro actor que pueda trabajar con cautela los gestos y las miradas, o los silencios, en medio de pasos de comedia que funcionan como sketches un tanto repetitivos, o que tienen como centro a las diferencias idiomáticas y culturales que hay entre chinos y argentinos. Sin embargo y a pesar de todo Darín sale más que indemne. Incluso puede sortear los diferentes obstáculos que le pone el guión, como la relación insulsa que mantiene su personaje con el de Muriel Santa Ana. Debe ser por eso que repiten todas las críticas desde hace unos años cuando hablan de él, eso de que Darín tiene la cara del cine. Quiere decir que tiene la cara de la verdad, que puede recitar la locura o la estupidez más grande que se haya escrito en un guión y de cualquier forma, sonar con la toda la fuerza de lo real.
Por ese contraste que hay entre el fondo y el personaje, Un cuento chino sirve para ver claramente cómo el cine se opone a la televisión. La película deambula todo el tiempo por ese camino donde se confrontan las dos pantallas. Claro que Sebastián Borensztein es un hijo de la TV local, se nota en cada plano que es un director educado en su lenguaje (me acuerdo que me gustaba mucho El garante, allá por los 90s). Quizás esta sea una de las causas de su terrible éxito ?a cuatro días de su estreno ya vendió cerca de 200.000 entradas. La otra causa es con seguridad Ricardo Darín. Y por las carcajadas del público en la función del jueves pasado, en la sala del Abasto, parece que juntos son los dos ingredientes de la formula de la Coca-Cola.