Un cuento chino parece una de esas películas de un solo chiste, una sola idea que intenta sostener una historia, unos personajes, un universo. Imposible.
Como si una de esas anécdotas que se cuentan en el comienzo de Magnolia, sobre el azar y las casualidades, se extendieran por demás, hasta convertirse en chicle intragable. Así se siente Un cuento chino, de Sebastián Borensztein. Un chino (Huang Sheng) al que se le murió la novia en un accidente curioso -una vaca cayó del cielo, aplastándola- llega a Buenos Aires y se termina cruzando con un ferretero huraño y obsesivo (Ricardo Darín), quien le da albergue en su casa hasta que el muchacho consiga contactarse con su tío. El problema en la historia es que ni el asiático habla castellano, ni el ferretero habla chino; mientras que el problema de la película es que no hay mucho más que eso en los 93 minutos que dura.
Borensztein ha dicho que la historia se le ocurrió al conocer la noticia -verídica- de la vaca que cayó del cielo sobre un barco pesquero chino. Y no está nada mal: el azar, las coincidencias, el destino han sido tema cotidiano del cine y han salido películas inolvidables. El asunto es que Un cuento chino parece una de esas películas de un solo chiste, una sola idea que intenta sostener una historia, unos personajes, un universo. Imposible. Una vez que el ferretero recoja al muchacho y lo lleve a su casa -cosa que ocurre demasiado pronto-, cuando se genera el primer choque de incomunicación, ya estará visto todo lo que tiene por dar este escuálido intento de comedia dramática. Por más que luego aparezca Muriel Santa Ana como la chica enamorada del ferretero hosco.
Un cuento chino intenta acomodarse en un registro de comedia dramática, bordeando en su concepción el costumbrismo televisivo. Pero veamos. Como comedia sólo ofrece dos variantes de chiste: por un lado, Darín puteando, una, dos, mil veces; por el otro, Darín intentando comunicarse con el joven chino, sin suerte. A la tercera vez que esto ocurre, ya deja de ser gracioso, por lo que resta esperar que el componente dramático, el conflicto de los personajes, gane en el desenlace. Pero ni siquiera: sin adelantar mucho de su resolución, hay una espuria utilización de un hecho histórico del país, sólo con el fin de impactar al espectador. Lo innecesario de ese comentario es su escasa relevancia en el contexto de la película: las cosas siguen más o menos iguales luego de ese descubrimiento. Salvo que ahora no nos reímos porque Darín se duerma obsesivamente siempre a las 23:00, sino que decimos “pobre tipo”. Un chiste que se convierte en pequeña canallada.
Borensztein intenta sostener con profesionalismo y buenas actuaciones una película que nunca funciona, una película que es reiterativa en sus formas y en sus resoluciones (¿por qué tardan tanto en encontrarle un traductor al chino?), que no va para ningún lado, que carece de arco dramático y que tiene personajes sin desarrollo, sólo plagados de tics y obviedades. Salvo, eso sí, el chino de Huang Sheng, que nunca está jugado por el lado de la simpatía, del chino hablando mal el castellano, sino que es un ser humano real, extraviado, perdido en la traducción. Y Darín, claro, que se las tiene que ver con un personaje mal trazado, incoherente en su apatía-amigable, pero al que le pone toda su inteligencia compositiva: actúa la tristeza de Roberto con la mirada, con los hombros, con los gestos. Seguramente Sheng y Darín se merecían una película mejor. Ellos dos, y el último plano, son lo único rescatable de esta película desganada y demagógica.