No, no es una mala película. La historia es la de una persona buena y dotada a la que la necesidad lleva a robar. Muere (hace mucho, mucho tiempo) pero reencarna. Antes, se enamora. Su fin es salvar a la mujer de la que se enamoró. Por cierto, hay un villano fantástico y diabólico. El aspecto del film aúna el cuento de hadas, la novela dickensiana y una nocturna y estilizada Nueva York peligrosamente cerca de la postal navideña. Los actores, bien. ¿Por qué no funciona? Simple: demasiadas cosas y demasiado interconectadas. Los esporádicos momentos logrados o emotivos se diluyen con la necesidad de decir cosas, de convencer a la platea de la realidad del amor y de la fantasía (y en ese sentido es tan didáctica como un film que sacraliza la moral, la revolución o las ventajas del veganismo: lo que está mal es la sacralización). Colin Farrell y Russell Crowe, dos tipos duros, logran en sus secuencias contrabalancear el aire sacarínico que satura la puesta en escena. No se la pasa mal, pero se disuelve como un copo de nieve al calor de la memoria.