¿Cursi o no cursi?
Tomarse en serio a Un cuento de invierno es muy pero muy difícil, pero tomársela en joda es demasiado fácil. Es decir, tenemos un par de escenas en un cuarto muy oscuro donde Will Smith -que da la impresión de estar muy irritado porque recién salió de la cama y no pudo cepillarse los dientes- interpreta a un juez que pronto queda claro que es Lucifer, conversando con una especie de demonio encarnado por Russell Crowe (en una actuación que es una parodia elevada al cuadrado del homicida que encarnó en Asesino virtual) sobre el Bien y el Mal, la Luz y la Oscuridad, las reglas que rigen el universo y bla bla bla, con Crowe llamándolo a Smith un par de veces “Lu”. Uno ahí piensa “listo, esto es todo una joda, no me voy a tomar nada en serio, se están cagando de risa de toda esta concepción del cosmos, así que yo también”. Pero también tenemos una historia romántica situada a principios del Siglo XX, de esas que están marcadas por la tragedia pero a la vez son más grandes que la vida, con un ladrón (Colin Farrell, con su cara de eterno sorprendido) y una joven de la alta sociedad enferma de tuberculosis y muy cerca de su muerte (Jessica Brown Findlay) que se enamoran a primera vista. Entonces uno piensa “che, seré crítico y por ende un cínico de campeonato, pero no da reírse de la muerte de una chica tuberculosa, que encima es re linda, pobrecita”. ¿Y entonces qué cornos hacemos?
Resumir la trama de Un cuento de invierno es un poco complicado. Basta con decir que no sólo tenemos a Smith y Crowe haciendo de sí mismos -perdón, haciendo de seres malignos y demoníacos-, mucho “amor verdadero” y tuberculosis, sino también memorias perdidas y luego recuperadas, saltos en el tiempo, una niña con cáncer (es que las enfermedades terminales se actualizan), monólogos sobre la fe, el destino, la luz y las estrellas, encuentros casuales que en realidad son predestinados, reencuentros que coquetean con lo inverosímil, gente agarrándose a piñas, un par de asesinatos (adivinen quién los realiza), seres angelicales, caballos alados y más estrellas. Y hay que decir que por momentos el director Akiva Goldsman apuesta por la cursilería más pura, sin vueltas, con mucho romanticismo barato y declaraciones ñoñas sobre el amor, y es ahí donde llamativamente (o no tanto) sale ganando, aún en el medio de incontables imperfecciones en la narración. Es que creérsela sin importar las consecuencias no está mal: el Amor no se sostiene sin la creencia del enamorado y eso se aplica a la construcción del relato romántico. Si vas a contar una historia de amor eterno, más vale que te la creas a fondo, que pienses que el amor vence todos los obstáculos, que al mundo lo cambia el amor y sólo el amor, y que hasta el neoliberalismo puede ser virtuoso gracias al amor, porque es muy lindo quererse y querer al prójimo.
El problema es que Goldsman no termina de creérsela por completo y por eso tenemos esas performances desopilantes de Smith y Crowe, más las apariciones de Jennifer Connelly, William Hurt y Eva Marie Saint, que no se sabe si están para certificar que esta no es la grasada que uno podría pensar, que esta es una historia romántica seria, o que sí, que esto es un experimento un tanto empalagoso sobre las formas narrativas místicas y románticas. Esta indecisión, este no saber qué se está contando, se emparenta con ciertos tramos de la carrera de Goldsman, quien en Un cuento de invierno debuta en la dirección pero ya tenía acumulada toda una trayectoria como guionista (que incluye a ese embole oscarizado llamado Una mente brillante), bastante irregular por cierto. Por ejemplo, Yo, robot trazaba líneas hacia el policial, la ciencia ficción, el alegato contra la revolución tecnológica y el drama humano vinculado a la pérdida, sin profundizar verdaderamente en ninguna de sus subtramas. Algo parecido sucedía con Soy leyenda, atrapada entre el tono contemplativo y la acción desatada, o El luchador, que no se decidía entre ser una épica deportiva o un drama familiar situado en la Era de la Depresión. Ni hablar de El código Da Vinci y Angeles y demonios, que intentaban ser blockbusters trascendentales pero nunca llegaban a ser cine y no pasaban de ser literatura intrascendente puesta en imágenes. Se podrá hablar del papel de los directores en cada una de esas obras, pero no deja de llamar la atención cómo los guiones de Goldsman siempre estuvieron atravesados por el abismo entre lo que se quiere y lo que finalmente se logra. En contadas ocasiones en el camino recorrido por el guionista se pudo dar ese salto. Uno de ellos fue entre la primera entrega de Batman dirigida por Joel Schumacher y la segunda: de Batman & Robin podemos burlarnos por millones de razones, pero lo cierto es que al final termina siendo mucho más divertida y coherente que Batman eternamente, básicamente porque deja atrás la culpa de ser una continuación de los dos primeros films de Tim Burton, apostando por ser una relectura de la serie de los sesenta.
De ahí que Un cuento de invierno, repleta de defectos que paradójicamente la hacen crecer en interés, no acabe adquiriendo una identidad propia, ya que no termina de arrojarse con completo fervor hacia la cursilería y el ridículo, creyendo y reivindicando la superficialidad y el esquematismo, como si la afectara la noción de saber que se dirige hacia un público cada vez más cínico. Una pena no sólo por Akiva Goldsman, Colin Farrell y los demoníacos Smith y Crowe, sino también por mí. Es que seré ateo, pero yo también tengo ganas de creer en que existe el Súper Amor de mi Vida que me va a ayudar a hacer grandes milagros, como sacar campeón a Quilmes de Mar del Plata, lograr que el kirchnerismo sea realmente de izquierda o que nuestro querido Javier Luzi entienda el cine de Steven Spielberg. Bueno, al menos ya encontré al Amor, aunque sea hasta que nos peleemos definitivamente con mi novia, luego de discutir por enésima vez sobre las virtudes y miserias de la Revolución Cubana. El resto podrá esperar. Hay que tener fe.