Rachel McAdams es una gran bola de emociones que pasa de un estado a otro sin escalas, en automático, capaz de quebrarse o soltar una carcajada en cualquier momento; Diane Keaton repite una vez más a la vieja canchera y cínica que ya le sale de taquito; Harrison Ford sobreactúa sin llegar a creerse su papel ni por una milésima de segundo, y de a ratos hasta parece que estuviera tratando de imitar pobremente el gesto hosco y la voz aguardentosa de Clint Eastwood. Pero no es solamente la desidia absoluta de los actores. También está la música: una banda de sonido juvenil con aires adolescentes se escucha de fondo o, peor, suena a todo volumen mientras se pasan las imágenes más grasas posibles (las partes en cámara lenta del final, con corridas por la calle y palomas que se vuelan, son de no creer). La idea que se tiene del tema que se trata también es nefasta: trabajadores de medios de comunicación masivos y populares, los personajes de Un despertar glorioso se debaten entre los polos del magazine matutino y del periodismo “serio”, así, sin matices ni gradaciones. Y el único diálogo posible entre ambos es una noticia de contenido político que además tiene algo de impacto amarillista, como el arresto sorpresa a un gobernador que consigue Mike Pomeroy, el periodista multipremiado, comprometido y de trayectoria. Pomeroy no hace otra cosa que ridiculizar públicamente a un político al que la policía va a buscar en ese preciso momento (Policías en acción y Facundo Pastor, un poroto al lado de eso) pero, por algún motivo, la película vende el hecho como un hito del periodismo, un cruce entre compromiso y “gran televisión”, como le dice la productora Becky Fuller a Pomeroy. Obvio, no se podía de esperar otra cosa de una tarada como Becky que concibe el mundo del periodismo como una disputa a saldar entre el formato magazine y las noticias “serias” o, como lo dice ella, entre las rosquillas dulces y la avena amarga.
Lo bueno (o no, depende de cómo se lo vea) es que la película se divierte a cuatro manos haciéndole la vida imposible a Becky hasta los límites de la crueldad: le enloquece el teléfono en medio de una cita (y Becky no consigue muchas), la deja sin trabajo justo cuando parecía que la iban a subir de puesto, y hasta le corta un polvo largamente ansiado con un imprevisto laboral. El guión tampoco es muy generoso (ni lúcido) a la hora de darle una personalidad a Becky: adicta incurable al trabajo con un padre fallecido y una madre que la humilla en la única escena que comparten, la productora es un personaje de manual de psicología de bolsillo. En Daybreak, el nuevo noticiero para el que trabaja, va a tratar de formar una familia feliz (carteles de neón: la que no tiene en la vida real) con la presentadora Collen (neón de nuevo: que tiene la edad de su madre y que tampoco confía en ella) y el veterano Pomeroy (lluvia de neones: ¡que podría ser su padre!). Claro, la nena Becky está más interesada en la construcción de esa falsa familia laboral (y por eso mismo, para ella, perfecta, ideal) que en la relación concreta (y adulta) que tiene con Adam, un productor que le aguanta todos los rayes. El director Roger Michell deja ver tal falta de sutileza y respeto hacia el público que hasta se atreve a a mostrar a Pomeroy diciéndole en la cara a Becky que la productora sería víctima de un complejo paternal, trauma que explicaría sus fuentes inagotables de energía.
Cada tanto, aunque durante mucho tiempo desaparecen inexplicablemente de la película, las actuaciones de Jeff Goldblum y Patrick Wilson, contenidas y con buenos diálogos, hacen las veces de soporte silencioso que apuntala la endeble estructura general de Un despertar glorioso. Goldblum y Wilson están lejos de la caricatura incluso dentro de roles estereotipados, y sus apariciones balancean un poco el tono grosero y tonto del resto de los actores. Los dos hablan de cosas concretas, y sus fugaces comentarios sobre los medios, las noticias y el rating son más acertados y creíbles que todos los discursitos imbéciles de Harrison Ford y Rachel McAdams juntos.