La lenta implosión de las relaciones
La incomprensión intergeneracional es sólo uno de los temas de la película del cineasta oriental que, a la manera de Yasujiro Ozu, pone el foco en una reunión familiar inocente solo en apariencia.
Una década atrás, After Life, el segundo largo de ficción de Kore-eda Hirokazu (formado como documentalista), ganó la competencia internacional del primer Bafici, sentando las bases del festival porteño. Un lustro después se editó en DVD en Argentina la que quizá sea su mejor película a la fecha, Nadie sabe, sobre un grupo de niños que sobreviven durante meses en un departamento de Tokio sin la ayuda de ningún adulto. Ahora, casi un par de años después de haber ganado el premio mayor del Festival de Mar del Plata, llega Un día en familia, film enraizado en las opacas tragedias familiares del maestro Yasujiro Ozu.
En la película más clásica de toda su obra (Air Doll, su realización más reciente, hace de la heterodoxia su programa estético), el japonés vuelve sobre un tema esencial para el cine de su país y particularmente para el del eterno Ozu: la lenta disgregación de la familia, la incomprensión entre las distintas generaciones, el paso del tiempo, que todo lo cambia o lo corrompe.
Un poco como en El fin del verano (también conocida como El otoño de la familia Kohayagawa, 1961), el penúltimo film de Ozu, en Un día... el relato comienza en un tono más bien cálido y alegre, hasta que la melancolía y las brechas entre padres e hijos se van haciendo casi insalvables. Aquí también brilla el sol del estío cuando un matrimonio ya mayor, radicado en las afueras de Yokohama, recibe la visita de sus dos hijos con sus familias. Nada parece haber cambiado en la vieja casa paterna, salvo que su centro está dominado por la fotografía de un tercer hijo, muerto de joven en un accidente de mar...
Casi imperceptiblemente, mientras comparten la preparación de las comidas o descansan del bochorno de la siesta sobre el tradicional tatami, irán asomando los reproches del padre (un médico que no estuvo en el momento en que pudo haber ayudado a su hijo) o la furia sorda, largamente contenida de la madre, que ha hecho de la cocina su trono y su refugio. Que el hijo menor, a su vez, se haya casado con una viuda que ya tenía un niño de su matrimonio anterior no ayuda a hacer las cosas más fáciles para esa reunión familiar que –en el más tradicional, despojado estilo japonés– no termina en tragedia, sino en una parsimoniosa resignación al paso del tiempo, que se escapa inexorablemente como esos trenes (otra vez Ozu) que cada tanto surcan de lejos la montaña.
El propio Kore-eda ha mencionado como influencia no sólo a Ozu, sino a otro maestro del período clásico del cine japonés, Mikio Naruse, que tendía a ser menos comprensivo que el autor de Historia en Tokio acerca de las conductas de sus personajes. Pero la sombra de Naruse en todo caso se percibe también en el personaje de la madre, que ocupa fuertemente la escena, ese angustiante centro vacío que ha dejado el hijo muerto. La ausencia siempre ha sido un motor dramático para el cine de Kore-eda y aquí vuelve a adquirir la misma relevancia que en After Life y Nadie sabe, pero de un modo más paulatino, menos explícito, no por ello menos determinante.
En Un día en familia la vieja casa familiar –con sus muebles, rincones y objetos, de una materialidad tal que da la sensación de poder ser habitada por el espectador– es un personaje con vida propia. Es una pena que el estreno local, únicamente en soporte DVD, no pueda hacerle justicia a ese logro.