Una Nueva York lluviosa, iluminada por el maestro Vittorio Storaro, de la mano de un recorrido teñido de una nostalgia que no se corresponde con la edad de los protagonistas, que le da al último film de Woody Allen un toque de melancolía personal que todo lo impregna, como la lluvia persistente que empapa a los personajes. Dos estudiantes universitarios. Ella, oriunda de un pueblito de Arizona, que esta revolucionada porque tiene la posibilidad de una entrevista importante, a un director que idolatra. El, criado en Manhattan, culto y refinado, renegado de su familia poderosa, jugador exitoso de poker. El viaje a Nueva York es el resultado del trabajo de ella y el dinero de él, pero con expectativas distintas, la ilusión del primer trabajo para el ella, el fin de semana romántico para él. UN desencuentro inevitable. El muchacho solo y triste recorre lugares de una ciudad que fue, con recuerdos ajenos y reminiscencias literarias que van desde el nombre de ficción de protagonista, Gastby Welles y sus gustos refinado. Para ella todo el descubrimiento, la fascinación y el deseo de los hombres famosos que encuentra. No es, sin dudas, una de las mejores películas de Allen, pero tratándose de él, el nivel siempre es superior a la media. Y además algunos momentos son realmente únicos. Una película rodeada de conflictos, que no se estrenó en Estados Unidos, (fue rodada hace dos años) que contó con el repudio de algunos de los actores, y el apoyo de otros. Que tendrá entre sus admiradores quienes separan las aguas y quiénes no. Un creador cuestionado pero también único.