En defensa de Selena Gomez
Amable. Ligera. Estos son los dos primeros adjetivos que vienen a la mente después de ver la última película de Woody Allen. Hay algo entre nostálgico y anacrónico en su forma actual de hacer cine. Un día lluvioso en Nueva York es difícil de ubicar dentro de la filmografía del controvertido director –controvertido no por sus films (aunque quizás por ciertas zonas de ellos también; en esta, por ejemplo, se filtra cierto maniqueísmo en la construcción de personajes que se puede llegar a confundir con misoginia)–. El film bien podría ser una comedia romántica de los noventa, algo así como Un día inolvidable, aquella adorable (acá se cuela otro calificativo demodé) película en la que Michelle Pfeiffer y George Clooney se turnan para cuidar a sus pequeños vástagos y, de paso, se enamoran. No está lejos, entonces, de ser una rom-com de reminiscencias a otros tiempos del cine. De hecho, pasaría por cine clásico, con ese aire a musical de la época dorada de Hollywood que posee a pesar de que a los personajes no se les dé por cantar y bailar de la nada, si no tuviera tantas marcas de la contemporaneidad, tanto repliegue sobre sí misma. Hay dos razones por las cuales no es una comedia romántica y tampoco es clásica, dos motivos que se ayudan y se apuntalan entre sí (aquí entran, por fin, los sustantivos): artificio y parodia.
Pero antes de explicar estos caminos de la deriva, es necesario ubicar al lector. Gatsby Welles (sí, nombre Gatsby y apellido Welles, así, tal cual), interpretado por Timothée Chalamet, es un joven diletante y bon vivant que organiza disfrutar un fin de semana VIP en su Nueva York natal junto a su novia Ashleigh (Elle Fanning). Ella, sureña, ingenua y estudiante de periodismo, tiene la oportunidad, durante su estadía en la Gran Manzana, de entrevistar a un aclamado cineasta. Es allí cuando los senderos se bifurcan y la narración empieza a correr en dos tramas argumentales paralelas. Por un lado, Gatsby deambulará por la ciudad encontrándose azarosamente con algunos conocidos, visitará a su hermano, participará en el rodaje de una película indy dirigida por un amigo, batallará verbalmente con la hermana de una ex novia y, finalmente, irá a ver a su madre que le aguarda con una revelación (acaso sea justo en este fragmento, cuando la cámara se acerca para hacer un primer plano de la madre, el momento de mayor trazo grueso del relato). Mientras tanto, Ashleigh será la protagonista de una comedia de enredos que involucrará a un director de cine en plena crisis creativa (soberbio Liev Schreiber), al guionista que vigila a su infiel esposa, y al actor latino en boga. En medio de un paisaje neoyorkino tan bello como impostado, se disfrutan por igual el deambular de Gatsby y las correrías de Ashleigh.
La película no se toma en serio a sí misma –su mayor logro es este–, revela su propia construcción y deja marcas de su propuesta lúdica en todo su entramado: desde la misma lluvia que enmarca muchas de las escenas, pasando por la fotografía que torna mítica a la ciudad, hasta la marcación de los actores: todo es de una artificialidad evidente. (Digresión: ¿Por qué lo artificial tiene tanta mala prensa cuando todo arte es artefacto, es artificio?). No hay nada “real”, ningún intento fraudulento de hacer pasar lo verosímil por lo verdadero. Los personajes están trabajados desde la parodia, con sus rasgos exagerados y su batería de clisés. Más que personajes son verdaderas caricaturas: el Woody Allen de turno (en versión más joven y más lindo), la rubia bimbo, el latin lover, el artista tortuoso e incomprendido, el guionista sesudo aunque inseguro. Contrariamente a lo que se podría pensar, lo paródico no les quita interés, sino más bien los vuelve atractivos. ¡Qué aburridores serían estos tipos tipificados si no fuesen tomados en sorna! Todo esto, sumado a unos cuantos chistes bien puestos y a una musicalización que no le va a la zaga, le da una ligereza a la fábula que se está contando que resulta como un pequeño oasis entre tanta cinematografía ampulosa o grave o las dos cosas a la vez.
Por último, es necesaria una mención particular para Selena Gomez. Ninguneada en muchas de las reseñas de esta película (¿será que su pasado Disney es una mancha?; ¿hay todavía tal esnobismo en la crítica “cultural” periodística?), su Shannon, la sparring verbal de Gatsby (sería más preciso decir que Gatsby es el sparring verbal de Shannon), encarna por sí sola la comedia romántica que no fue. Había allí un atisbo de esperanza para un género caído en desgracia. Al mismo tiempo, Gomez interpreta –de forma precisa, balanceada– al único personaje que no está jugado para el lado paródico y es gracias a esto mismo, al contraste que supone, que se puede apreciar la importancia de la parodia en todo el film, su función como eje estructurador del relato. Recapitulando, es llamativo que lo que empezó como un intento de reivindicar el trabajo con lo artificial en esta película y su reconocimiento como práctica contemporánea del cine termine siendo en realidad una loa a Selena Gomez. Sin embargo, no está nada mal.