Detrás de las sonrisas amables y los discursos bienpensantes de la clase media alta urbana puede que se escondan varios monstruos. Ésa es, en pocas palabras, la idea central de Un dios salvaje, la película de Roman Polanski que se estrena en Buenos Aires el jueves 8. Dos chicos de once años, Ethan y Zachary, se pelean en un parque de Brooklyn. Uno le pega al otro con un palo y, como consecuencia, uno de ellos -Ethan- pierde dos dientes. Los padres del chico lastimado invitan a su casa a los padres del otro, Zachary, para discutir el tema y solucionarlo en diálogo amable. Si al principio la charla es pura cordialidad impostada, con el correr de los minutos el clima se va poniendo espeso y empiezan a aparecer las miserias y los conflictos de los cuatro adultos. Todo en tiempo real y en un ambiente claustrofóbico delimitado por las cuatro paredes de un coqueto departamento neoyorkino.
La nueva película del director polaco, presentada en el Festival de Venecia del año pasado, es una adaptación de la exitosa obra de teatro Le Dieu du Carnage, de Yasmina Reza. Tanto la obra como la película están marcadas por la presencia de grandes actores. En la versión cinematográfica, Jodie Foster y John C. Reilly interpretan a Penelope y Michael Longstreet, los padres de Ethan, y Kate Winslet y Christoph Waltz son Nancy y Alan Cowan, los padres de Zachary. En la puesta teatral parisina, donde se estrenó originalmente la obra, el papel de Penelope Longstreet estaba a cargo de una de las actrices más importantes del cine francés: Isabelle Huppert. En Londres el papel de Alan lo hizo Ralph Fiennes. La versión neoyorkina contó con James Gandolfini (Tony de Los Soprano), Jeff Daniels, Hope Davis y Marcia Gay Harden en el elenco y ganó tres premios Tony, que son como los Oscar de Broadway. Y la obra también tuvo su versión porteña, con Gabriel Goity, Florencia Peña, Fernán Mirás y María Onetto, bajo la dirección de Javier Daulte.
Aunque la adaptación que hicieron Reza y Polanski sitúa la historia en Nueva York, la película se filmó durante doce semanas en París porque el director tiene prohibida la entrada a Estados Unidos (ver recuadro). La versión cinematográfica comienza con la cámara en un parque, donde toma de lejos una situación no del todo clara entre varios chicos. De allí la acción pasa directo al departamento de los Longstreet, donde se desarrolla toda la película siguiendo la estructura de la obra. Kate Winslet interpreta a una elegante corredora de bolsa que sonríe e intenta mediar entre su marido, ansioso por irse, y la falsa amabilidad de los Longstreet. El de Jodie Foster tal vez sea el personaje más estereotipado: una escritora políticamente correcta a la que le preocupan los problemas de África y trabaja en un libro sobre Darfur pero no tiene mucha apertura mental cuando se trata de su propia familia. Christoph Waltz (el “cazador de judíos” de Bastardos sin gloria y el Cardenal Richelieu de la reciente versión de Los tres mosqueteros) es un abogado exitoso, cínico y adicto a la Blackberry, que se jacta de su insensibilidad e irrita a Penelope. Y John C. Reilly es Michael, el marido de Penelope, un vendedor de artículos para el hogar que trata de ser conciliador cada vez que la cosa está a punto de desmadrarse, hasta que se harta y ya no lo intenta más.
El director hizo que los actores ensayaran el guión completo como si se tratara de una obra de teatro para que se familiarizaran con la historia y encontraran el tono adecuado, que oscila entre la comedia satírica y el drama. Y realmente se notan las dos semanas intensivas de ensayos. Al comienzo los Cowan están a punto de irse, pero algo en la discusión los retiene y se quedan. Enseguida aparecen las diferencias de criterio en la educación de los hijos y en la visión del mundo de cada pareja. Pero a medida que el tiempo pasa cambian las alianzas siempre frágiles entre los personajes y el enfrentamiento entre parejas cede a la solidaridad de género, los reproches y la desazón por la rutina matrimonial. Y de ahí a las frustraciones individuales. Cuestión que, en un rato, de las sonrisas forzadas del principio ya no queda nada y aflora en cambio el fondo más salvaje y oscuro de estos cuatro representantes adultos de la clase media alta occidental y civilizada.
El problema con Un dios salvaje es que lo que funcionaba bien en el escenario no termina de cerrar en la pantalla. Con un guión que se apoya en diálogos rápidos e ingeniosos y en el trabajo de cuatro excelentes actores, la situación logra generar cierto interés y varios momentos cómicos, pero la puesta de cámara no loga darle dinamismo a la acción y todo se vuelve tan irritante como previsible. Los Cowan, que amagan con irse varias veces –con cierta razón, porque el tema a resolver no daba para mucho más- pueden llegar incluso hasta el ascensor, pero el espectador ya sabe cómo sigue la cosa porque si ellos se van, se termina la película. Tal vez en el teatro, donde la unidad de lugar -por la cual toda la acción se desarrolla en un mismo sitio- es una convención habitual, naturalizada por el público, el recurso funcionaba bien. Pero en el cine, donde la cámara puede salir y explorar el mundo, se nota que los personajes no se van porque así lo marca el guión, y el encierro se vuelve un recurso artificial, casi caricaturesco, que el talento de los actores no alcanza a disimular.