Matrimonios y algo teatral
La más reciente producción del famoso director Roman Polanski reafirma su paso hacia propuestas estéticas diferentes.
Por un lado, cuatro actores prestigiosos, premiados o nominados al Oscar, con notable trayectoria en los ejemplos de Foster y Winslet, más perfil bajo en Reilly, recordable por encarnar al nazi de Bastardos sin gloria en el caso de Waltz. Por el otro, el nombre Yasmina Reza, dramaturga, escritora y novelista trasladada a las tablas argentinas en Art y La dieu du carnage, ahora en la versión cinematográfica que nos ocupa.
Rodeado por la calidad apriorística de semejante quinteto, el veterano Roman Polanski, saliendo de la personal El escritor oculto y acaso recordando mejores épocas, aquellas de Rosemary, vecinos satánicos, bailes de vampiros e historias oscuras que transcurrían en Chinatown. Por último, el cuadrilátero se completa con la puesta en escena que elige el director: caja cerrada, único espacio, dos matrimonios, cuatro personajes, una agresión física de un chico a otro (hijos de las parejas) como disparador argumental y la conjunción de diálogos picantes, situaciones inquietantes y momentos catárticos tal como corresponde a un modelo de packaging teatral y cinematográfico. En ese orden.
Ganan los actores, aunque sus trabajos en Un dios salvaje no están entre sus mejores performances. Cada uno tiene su momento “unipersonal” para el lucimiento, su estallido emocional, su frase rimbombante. Winselt y su vómito, Waltz y su celular, Reilly y su borrachera, Foster y su histeria cool están allí, colocadas para el disfrute desde el actor hacia el espectador. Y sólo eso. También la victoria le pertenece a la autora, desde la palabra importante, la frase sentenciosa, la marca teatral por encima del cine, la decoración funcional, los objetos como entidades dramáticas. Y sólo eso, aumentado por un texto previsible, académico, liviano y banal en similares dosis.
¿Y Polanski? El gran derrotado, el que no puede saltar los obstáculos de un libro asfixiante, dispuesto para el elogio ajeno, construido como un mecanismo de relojería funcional, ajeno a los fantasmas, los personajes enajenados y “el detrás de las paredes” que atemorizaba en los mejores exponentes de su filmografía (El bebé de Rosemary; Repulsión; El inquilino; Perversa luna de hiel). Aclaremos: no es condenatorio que Polanski en los últimos años se haya desplazado hacia otras propuestas estéticas, desde el vacío academicismo de El pianista hasta el liviano retrato de la infancia de su versión de Oliver Twist. Pero las imágenes de Un dios salvaje transmiten desgano, falta de rigor e interés cinematográfico, personalidad. En todo caso, el triunfo definitivo le pertenece al lenguaje teatral, acaso la derrota más dolorosa para un director que hiciera del fuera de campo una marca identificable que exclusivamente le pertenece al cine. Y al suyo propio, allá lejos en el tiempo.