Intolerancia de los padres
Difícil tarea la que se impuso Roman Polanski para con Un dios salvaje, el siempre riesgoso traslado de una obra pensada como una puesta teatral al entramado de encuadres, planos y movimientos que resulta una película. Como se sabe, esa decisión entraña una complicación nada sencilla de sortear, tal es la de sostener con eficacia la atención de un espectador de cine en algo que ocurre entre cuatro paredes y apenas algún espacio más, sin abandonar jamás el perímetro de un departamento horizontal, y al mismo tiempo lograr que esa forma movilice algo más que la mera atención.
Pero Un dios salvaje demuestra que Polanski sabe hacerlo, conoce qué debe poner en juego en esa puesta para que ningún espectador sienta que está conformando la cuarta pared teatral. Es vasta la experiencia de este director, sobre todo en eso de generar universos de todo tipo en los ámbitos claustrofóbicos, en los espacios cerrados que se vuelven amenazantes, en las interioridades de los personajes desde donde surgen toda clase de monstruos, en el acecho temible de quienes parecían amigables. Basta repasar su primera etapa con títulos como El cuchillo bajo el agua, Repulsión, la fabulosa El bebé de Rosemary y la no menos cautivante El inquilino; aun en el film noir Barrio Chino, en el que Polanski demostró su maestría para el género, consigue un suspense que mucho debe a la clausura de los espacios que desnuda a quienes allí dentro traman algo terrible. Y si se quiere, o se mira con detenimiento, hasta en El escritor oculto, su película inmediatamente anterior a Un dios salvaje, que pareció devolver a Polanski a su mejor forma, funciona un cierto circuito que enlaza la trama con los fantasmas interiores y con los que pululan a un palmo de las narices.
En todo caso todo esto, en Un dios salvaje –frase que pertenece a un parlamento de uno de los personajes y que alude a que así podría verse a la deidad que domina el corazón de los hombres– estas líneas rectoras están orientadas hacia la comedia negra, es decir, si bien en varios de los títulos anteriores del director mencionados florecen aquí y allá los guiños de humor negro –aspecto que tal vez en la vida personal le haya servido a Polanski para soportar una serie de persecuciones, desde su niñez en el Holocausto hasta la condena originada en el polémico caso de abuso sexual en sus años estadounidenses del que se lo acusa–, aquí se recuesta decididamente en ese tono, facilitado por la pericia que esgrimen los actores protagonistas para moverse a sus anchas en ese registro; pero también por las inflexiones del guión, que trabajó junto a la dramaturga Yasmina Reza, autora de la pieza original que se ha puesto en varios escenarios del mundo, incluido el argentino, donde las consecuencias de una situación tensa derivan en una salida cargada de cruenta ironía.
Un dios salvaje cuenta el enfrentamiento que se produce entre dos parejas de padres de niños que se pelearon salvajemente, puja que resultó con uno de ellos agredido con un palo que le hizo perder dos dientes; y enfrentamiento es lo que sucede desde el vamos, sobre todo cuando al conocerse se dispensan vagas disculpas por el comportamiento de sus hijos, queriendo aparecer cada cual más dispensador que el otro; pero, claro, esto será apenas el preámbulo de algo que irá creciendo y desmadrándose hasta quedar atravesado por la absoluta incontinencia de esos personajes de clase media acomodada que aún insisten en creer que conservan alguna vara moral con la que medir el mundo contemporáneo.
Un dios salvaje pone en situación que los protagonistas se suman a quienes cada vez están más lejos de comprender qué puede importar verdaderamente y cómo comportarse en consecuencia; sobre todo en aquellos asuntos que conciernen a la educación de los niños, ya que ellos parecen ignorar la posibilidad de una relación que supere los egoísmos y las posturas individuales y se muestran incapaces de escuchar otras razones que no sean las suyas.
Esta contienda que tiene lugar en el living del apartamento de una de las parejas de padres tiene momentos sumamente hilarantes, puesto que cada personaje defiende su territorio individual –ya que no solamente el de pareja, entre ellas también las disputas crecen hasta el paroxismo– con recursos que rayan la mayoría de las veces la denigración involuntaria y papelonera. Sin duda estos caracteres ya están en el original de Reza, pero aquí Polanski los pone de relieve en planos certeros que apuntan a revelar cuánto hacen los personajes por manipular la situación cuando sienten amenazados sus puntos de vista; hay, sí, mucho hincapié en los textos –diálogos exasperados, insultos, desvalidos razonamientos– pero, nobleza obliga, Un dios salvaje es justamente la puesta a punto de abrumadoras e involuntarias confesiones esculpidas por el carácter miserable que parece mover las relaciones entre los personajes; es fundamentalmente eso lo que se expresa, acompañado de recursos físicos que grafican de modo incontrastable la ebullición interior. En Un dios salvaje la decadencia es un circuito sin salida, los fantasmas son impiadosos de tan absurdos, los principios éticos se desmoronan ante la imposibilidad de volverlos una práctica y en esa desmesura de incongruencias se desnuda el patetismo imperante de ese encuentro, su carácter anómalo y pueril.
Una más a favor es la ajustada duración del relato; el desencanto tiene su clausura una vez agotada su caja de Pandora, cuando el encuentro desfallece por imperio de su propia ley y los personajes experimentan el vacío de sus vidas insatisfechas. Gracia y elegancia para este fresco de puertas adentro y un notable cuarteto que componen Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz, que sustancia sus heridas a fuerza de mordiscos, hacen de Un dios salvaje un relato inspirado.