Antes de entrar a la sala, el cartel de Un dios salvaje obliga a detenerse una vez más. El mismo muestra a sus protagonistas –nada más y nada menos que Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly– ubicados en filas diferentes, cada uno con tres gestos o estados: sonriente el primero, luego serio y, por último, enojado. Seguidamente, al iniciar la película, los títulos asoman por entre medio de dos árboles situados en un parque. Aparecen y se agrandan, hasta esfumarse. Aunque no resulte llamativo, ninguno de estos fenómenos es casualidad: desde el comienzo hasta el final, el film de Polanski es pura expansión progresiva, una inflamación creciente que con el tiempo va ganando un espacio más amplio.
El living de los Longstreet es bastante pequeño. Incluso a pesar de su calidez y luminosidad, la estrechez de las medidas del escenario predominante en la película lo hace un lugar propicio para la tensión. Las palabras rebotan más rápidamente, las miradas se intensifican, los cuerpos reclaman con irritación la falta de confianza. El motivo por el que los personajes se someten a un encuentro de esas características es la necesidad de aclarar un problema entre dos niños. El hijo de la pareja anfitriona compuesta por Penelope (Foster) y Michael (Reilly) ha sido golpeado por Zachary, primogénito de Nancy (Winslet) y Alan (Waltz). El incidente, apenas disparador de los primeros conflictos, queda luego relegado ante una lucha descarnada por defender lo propio- ya sea posturas, valores o profesión- así como por descalificar lo ajeno. Casi en forma constante, esta medición de fuerzas los empuja a un estado de desesperación del que principalmente el humor extrae sus mejores recursos.
Tanto la caracterización de cada personalidad como los diálogos y el modo en que los actores se los adueñan es realmente excepcional. Pero, por momentos, y si bien cada uno de los intérpretes sobrevive al protagonismo de manera formidable, los apretones del guión y las reminiscencias del teatro irrumpen y plantan el desequilibrio. Ante la necesidad de un cambio rotundo de tema, por ejemplo, un personaje reflexiona en voz alta, haciendo las veces de una forzada introducción a un nuevo tópico que se corre del flujo de la conversación, tal como si se lo hiciera ante un público presente. Así, el curso al menos aparentemente arbitrario de los hechos se detiene, y la sobreactuación parece ser la consecuencia directa e inevitable que surge ante las exigencias no tanto de curva dramática como del vínculo con los orígenes teatrales de la historia. Es, quizás, uno de los pocos momentos en que Un dios salvaje se vuelve visiblemente artificiosa.
Casi llegando al final, la inflamación que anteriormente motorizaba la cólera se detiene. Ya pasaron los vómitos, insultos y los reproches conyugales. Pasó el genial desquite de Nancy tirando el celular de su marido al florero, y las maléficas risas de Penelope al ver a su esposo intentando recuperarlo con un secador. Con la ayuda del alcohol, los cuatro protagonistas se rinden ante el doloroso placer de sus mutuas compañías. El parque vuelve a tomar la pantalla y es casi un alivio. Un dios salvaje culmina sin problemas un relato extrañamente adrenalínico, por momentos al borde de perderse en su propia lógica, pero con la facilidad para hacer de todos sus personajes y atmósferas algo sumamente atrayente. Esa jaula donde las emociones desbordan es el tesoro del que pretende adueñarse una cámara ansiosa por desmantelar todo fingimiento, no con pleno éxito pero sí con una dosis de impiedad parecida a la que reina entre sus criaturas.