Cuatro personajes entre cuatro paredes
Para un director especialista en filmar espacios cerrados y escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes, esta adaptación del hit teatral de Reza luce perezosa y sobreactuada.
No deja de ser decepcionante que después de un film como El escritor oculto, que supuso una suerte de relanzamiento de su obra en momentos particularmente difíciles, cuando estaba recluido en una prisión suiza, Roman Polanski haya dado ahora este paso en falso que significa Un Dios salvaje. Adaptación cinematográfica de la popularísima obra teatral de Yasmina Reza –que aquí se conoció dos temporadas atrás, con dirección de Javier Daulte y actuaciones de Florencia Peña, María Onetto, Gabriel Goity y Fernán Mirás–, la versión de Polanski cuenta con un destacadísimo elenco internacional y está filmada con los más cuidados valores de producción, pero eso no alcanza para hacer de la película algo más que un producto tan pretencioso y calculado como la obra misma.
Típico exposé de las miserias e hipocresías de la clase media con plata, el material original concebido por Reza propone a dos matrimonios reunidos en un living tratando de resolver, de la manera más civilizada y amigable posible, un conflicto doméstico que sin embargo terminará desnudando sus facetas más agresivas, tristes y rastreras. Sucede que el hijo de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly) fue agredido a la salida del colegio por el hijo de Alan (Christopher Waltz) y Nancy (Kate Winslet). En el episodio, el primero resultó con un corte en la cara y perdió un par de dientes, lo que no es poco para un chico de once años. Pero en la escena inicial ambas parejas aparecen dialogando cordialmente, con una sonrisa forzada en la cara, como si no hubiera pasado casi nada y todo pudiera resolverse con una taza de café y palabras bonitas.
Previsiblemente (demasiado previsiblemente, se diría), esa aparente armonía y corrección política, en la que todos parecen comprender las razones de los demás, irán cediendo poco a poco sus defensas para ir exhibiendo los pequeños monstruos que se esconden detrás de esos matrimonios falsamente sofisticados y biempensantes de Brooklyn Heights.
Desde su ya lejano primer largometraje, El cuchillo bajo el agua (1962), Polanski más de una vez ha manifestado su predilección por los espacios cerrados y los escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes. Si en ese film inaugural se trataba de un pequeño velero, en el que un matrimonio aburrido permitía el ingreso de un joven intruso capaz de desnivelar el frágil equilibrio de la pareja, en films posteriores el recurso fue adquiriendo nuevas y cada vez más ricas variantes. Basta con recordar el asfixiante ambiente de Repulsión (1965) donde el personaje de Catherine Deneuve daba rienda suelta a su neurosis, o el castillo aislado por la marea de Cul-de-sac (1966), donde una heterogeneidad de personajes debían compartir forzadamente la situación, para darse una idea de las posibilidades que le abría a Polanski el viejo huis-clos sartreano, donde el infierno siempre son los otros.
Hablando de infiernos... En El bebé de Rosemary (1968), el departamento de Manhattan en el que Mia Farrow debía llevar adelante su peculiar embarazo era tan inquietante como el consorcio todo de El inquilino (1976), en el que el propio Polanski, como protagonista, no encontraba otra salida que no fuera el suicidio, incluso por duplicado. En fin, que si de espacios cerrados se trata, se diría que no hay mejor director que Polanski, que no por nada vivió escondido durante su infancia, para escapar del Holocausto, y luego sufrió diversos períodos de reclusión (en los Estados Unidos, en Suiza) por el tristemente célebre episodio de abuso sexual de una menor. El mismo, en un artículo publicado el domingo pasado en Radar, les sugería a los guionistas que no hay mejor disciplina que el encierro.
Y sin embargo, con un material que a priori casi podría pensarse que fue escrito especialmente para que él lo filmara, Polanski entrega una película pobre, perezosa, desvaída, demasiado dependiente del texto (no por nada la propia autora de la obra figura como guionista) y completamente condescendiente con sus actores, a los que les permite todo tipo de desbordes, más aptos para un escenario que para los primeros planos a los que el film tanto recurre.