Unos días de verano a orillas del Tíber
Simple, llana, lineal, Pranzo di ferragosto es esa clase de películas –cada vez más infrecuentes en el cine italiano de hoy– que buscan comunicarse de manera directa con su público, pero sin resignar por ello nobleza y dignidad.
El “ferragosto” en Italia es cosa seria. La palabra tiene su origen, por supuesto, en el latín, y se deriva de “Feriae Augusti”, que significa el “reposo de agosto”. En la antigua Roma, después de haber recogido la cosecha de los cereales se celebraban grandes fiestas populares y se les concedía a los animales de tiro (caballos, asnos y mulos) un merecido descanso, adornándolos incluso con abundantes flores. Fueron también fiestas en honor del emperador Octaviano Augusto. El día central era –y sigue siendo– el 15 de agosto, pero el ferragosto es hoy sinónimo de vacaciones, de verano, de playa. Y en Roma los únicos que quedan son los turistas extranjeros. Y los ancianos, como señala cáusticamente Un feriado particular (Pranzo di ferragosto, en el original), la cálida comedia que marca, a los 58 años, el postergado debut como actor y director de Gianni Di Gregorio.
Por casi tres lustros asistente de dirección e incluso guionista de Matteo Garrone (el realizador de Gomorra), que puso aquí su respaldo y su nombre como productor, Di Gregorio asume el protagónico absoluto de su primera película como director. El es Gianni, un veterano soltero sin remedio, no muy afecto al trabajo y cuya única ocupación es atender a su madre anciana, a la que cuida con cariño, además de leerle en voz alta viejas novelas de aventuras, en un soleado piso del Trastevere romano. Claro, la fortuna familiar –si es que alguna vez la hubo– hace tiempo que se desvaneció y madre e hijo viven de deudas acumuladas, desde la cuenta del almacén hasta el alquiler y la luz. Por eso Gianni no tiene muchas alternativas cuando el administrador del edificio le pide, como un favor, que le cuide –por el feriado de ferragosto nada más– a su madre, así él también puede, como todos, tomarse un par de días en la playa.
Lo que Gianni no sospecha es que con la señora Marina llega también otra anciana, la tía María. “No te preocupes, son dóciles –le dice el administrador a Gianni–. Donde las ponés, se quedan.” Para colmo de males, en esos agobiantes días de verano Gianni se siente agitado, hipertenso, y llama a su amigo, el doctor Marcello, que también tiene problemas con su madre. Hasta la enfermera rumana que la cuida se ha tomado el ferragosto y entonces, junto a una serie de recomendaciones y pastillas, le deja en depósito a Mamma Grazia. De más está decir que esas cuatro señoras son un amor, pero cada una tiene sus exigencias, demandas y caprichos, a los que Gianni tendrá que atender (la necesidad tiene cara de hereje) con la ayuda de un amigo, Vikingo, con quien comparte no sólo su afición al vino blanco fresquito sino también su aversión al trabajo.
Simple, llana, lineal, Pranzo di ferragosto es esa clase de películas –cada vez más infrecuentes en el cine italiano de hoy– que buscan comunicarse de manera directa con su público pero sin resignar por ello nobleza y dignidad. En el film de Di Gregorio no hay estereotipos sino personajes, empezando por su singular protagonista (que se permite prescindir de los histrionismos a la manera de la clásica commedia all’italiana) y siguiendo por las cuatro octogenarias, que parecen trabajar a partir de sus propias personalidades y recuerdos, como si no fueran actrices. De hecho, no lo parecen, lo que le da a Un feriado particular –el título local pretende usufructuar la resonancia con Un día muy particular, el clásico de Ettore Scola– una rara dosis de verdad, como si de pronto el espectador hubiera sido invitado, también él, a pasar un inesperado ferragosto a orillas del Tíber.