La edad de ser libres
Un fin de semana en París retrata en clave de comedia a un matrimonio de mayores que repasan una vida en común.
La tercera edad es un tema que aparece de manera cada vez más frecuente en el cine en los últimos tiempos y no hay que ser un experto en demografía para vincularlo con el aumento de la población mayor de 60 años en el mundo.
En una lista lo suficientemente variada en tono, géneros yd calidad debería incluirse El gran Torino, las dos partes de Red, Alguien tiene que ceder, El señor Schmidt o Pasante de moda. También habría que distinguirlas de sus hermanas mayores de la cuarta edad (personas mayores de 80 años), como Elsa y Fred, Amour o El gran hotel Marigold.
En términos muy generales, puede decirse que esas películas son manifestaciones de una reconfiguración imaginaria de la sociedad posindustrial. Aquellos jóvenes que en la década de 1960 condenaron a sus mayores al ostracismo de las cosas obsoletas, ahora, cuando ellos mismos tienen la edad de sus abuelos, tratan de encontrar una manera de incluirse en una cultura donde la juventud es la única religión.
Pocos intelectuales más conscientes de esa forma de hipocresía generacional que Hanif Kureishi, el novelista inglés (autor de Un buda de los suburbios e Intimidad) quien firma el guion de Un fin de semana en París. Sin embargo, en su más desesperada que elegante búsqueda de una solución para el dilema, termina apostando a una especie de anarquismo íntimo, como si el sólo hecho de haber cumplido más de 60 años fuera suficiente para que una persona se sienta liberada moral y psíquicamente de sus compromisos con la sociedad.
Esta meditación ideológica en clave de comedia se filtra a través del supuesto tema principal de la historia: la convivencia entre un hombre y una mujer de más 60 años que cumplen 30 de casados y deciden festejar ese aniversario en la capital francesa, con todas las alegrías, decepciones y pases de facturas.
La elección de Jim Broadbent como uno de los protagonistas puede parecer, al principio, como tendeciosa, ya que sus rasgos toscos y su aspecto descuidado parecen delatar a un típico fracasado. Y eso se nota mucho más por el contraste que hace con la bella y distiguida Lindsay Duncan. Pero Broadbent es una actor tan talentoso que consigue despegarse de su propio cuerpo, para decirlo de algún modo, y pasar de lo patético a lo sublime con la cara que le tocó en suerte en el reparto universal.
Si bien Un fin de semana en París es una película fácil de ver, digna en sus momentos cómicos y en sus momentos dramáticos, falla cuando los personajes dejan de ser personas posibles y se convierten en mensajeros de las ideas sociológicas y filosóficas del guionista y del director, quienes creen que la tercera edad sólo puede ser redimida por una libertad a prueba de tarjetas de crédito.