Lo primero que le debe quedar claro a cualquier espectador desprevenido que se acerque a UN FIN DE SEMANA EN PARIS esperando una comedia dramática y/o romántica agradable sobre una pareja de veteranos ingleses que van a pasar unos días a la capital francesa a festejar su trigésimo aniversario de casados es que lo que van a ver es eso y no lo es. En lo narrativo, Nick (Jim Broadbent) y Megan (Lindsay Duncan) respetan ese esqueleto argumental, pero el tono del filme –durante la mayor parte de su metraje, al menos– no tiene nada que ver con lo que podría ofrecer un similar filme con una pareja estadounidense. Para empezar, por un motivo más que evidente desde el principio: Nick y Megan se llevan pésimo. Ella no lo soporta y él trata de sostener la relación pero más por miedo a quedarse solo que por otra cosa.
Todo parece salirles mal desde que llegan: el hotel no es como se lo habían prometido, no hay lugares donde quedarse y el fastidio y las recriminaciones mutuas crecen y crecen hasta incomodar al propio espectador. Hasta que Megan decide “tomar el toro por las astas” y mandarse a un carísimo hotel que seguramente no pueden pagar y seguir el viaje “tarjeteando” sin fondos, yéndose de restaurantes sin pagar y divirtiéndose en el proceso.
Nick parece no disfrutar del todo esas excentricidades –ya veremos porqué– y ella a veces parece hacerlo solo para fastidiarlo. Es una pareja complicada, gastada, amarga, pero que todavía encuentra espacios, situaciones y momentos para recapturar esa magia en apariencia perdida. El encuentro casual con un viejo compañero de universidad de Nick (encarnado magníficamente por Jeff Goldblum) los lleva a confrontar su situación mientras que sus andanzas impagas por la Ciudad de la Luz parecen empezar a volverse en su contra.
LEWEEKEND3Dirigida por Roger Michell (PERSUASION, UN LUGAR LLAMADO NOTTING HILL), UN FIN DE SEMANA EN PARIS es una película honesta, humana y bastante franca acerca de las relaciones de pareja, pero una que en algún momento determinado tuerce el rumbo para dar marcha atrás sobre sus pasos, como si no se atreviera a llevar esa crisis hasta sus últimas consecuencias y eligiera caer en la tentación de volver a mostrar el cliche de París como la ciudad del amor. Ese “jugar a dos puntas” no termina de ser convincente ya que no está del todo bien llevado.
Escrita por Hanif Kureishi e interpretada extraordinariamente por Broadbent y Duncan, la película de Michell es además una suerte de repaso generacional en el que aquellos que crecieron en los ’60 se ven reflejados en lo que fueron y lo que son, con las consecuencias (más positivas que negativas) evidentes del caso. Sí, se ven escenas de películas de Godard (el famoso bailecito de BANDE A PART), se escuchan canciones de Bob Dylan (la, ejem, poco escuchada “Like a Rolling Stone” para dejar en claro lo perdido que está el personaje de Nick “with no direction home”), se menciona a Pink Floyd, bares, happenings, autores y filósofos y se los confronta con lo que hoy se han convertido los personajes que vivieron esa revolución. El balance, digamos, parece entre triste y patético, pero París permite pensar que esa energía vital se puede volver a recuperar.
le_week-end_2698189bUN FIN DE SEMANA EN PARIS es, decía, una película que juega a dos puntas y no siempre lo hace bien, pero tiene suficientes escenas y momentos (especialmente en su parte media, ya que su arranque y su cierre no están a la altura) realmente muy buenos. Algunos duros y desagradables –peleas y situaciones muy incómodas entre ambos– y otros, puramente placenteros –irse de un lugar sin pagar, la visita al cementerio de Pere Lachaise, el placer de saborear grandes platos de comida–, pero que juntos construyen el corazón de la historia.
La resolución ya pertenece al género puro, con escenas difíciles de aceptar (no me creo lo de una pareja de británicos confesando sus problemas maritales en público y ante extraños y menos lo que sucede en el hotel cuando se enteran que la tarjeta de crédito no alcanza para pagar), pero Michell allí ya ha tomado la decisión de comprar París por su mito y leyenda, a Godard por una de sus escenas más icónicas y a Nick Drake, por, bueno, su tema más conocido de todos. Lo cual no está mal, necesariamente, pero traiciona la mirada única, diferente y brutalmente honesta que la película llevaba hasta ahí para darle un “feel-good ending” a la audiencia que no se siente del todo ganado en buena ley sino más bien adosado a la película con muy visibles alambres.