Bastante después de la medianoche
¿Qué pasaría si Jesse y Celine volvieran a París tres décadas después de enamorarse definitivamente en Antes del atardecer, ya cuando los hijos sean grandes y el síndrome del nido vacío los obligue a reencontrarse consigo mismos, descubriendo que ya no son quienes eran? Este crítico no tiene el dato fehacientemente comprobado, pero es más que probable que una pregunta similar circulara por la cabeza del guionista Hanif Kureishi (Ropa limpia, negocios sucios; Intimidad; Venus) a la hora de imaginar y escribir Un fin de semana en París. Dirigido por otro veterano como el sudafricano Roger Michell, el mismo de ese exitazo de la rotación del cable llamado Un lugar en Nothing Hill, el film apuesta por el naturalismo de la trilogía de Richard Linklater, convirtiendo a la pareja de sesentones en plena crisis en potenciales versiones futuristas de los personajes emblemáticos de Julie Delpy y Ethan Hawke. Futuristas pero también más plásticos y atados a los mandatos impuestos por sus creadores. Los que llegan a la Ciudad Luz son los muy british Nick y Meg (Jim Broadbent y Lindsay Duncan), dos profesores casados hace treinta años. Pero hay poco que festejar. Más bien lo contrario. En los recorridos turísticos, en los viajes en subte o taxi, en los almuerzos y cenas, en la intimidad de la habitación de hotel, en todos lados se percibe la erosión del tiempo compartido. Sobre todo de parte de ella, quien oscila entre el acompañamiento, la misericordia y el rechazo físico en una misma escena, todo ante un marido incondicionalmente enamorado. En ese sentido, aquí se está más cerca del punto de vista masculino de Antes de la medianoche que del equidistante de Antes del amanecer y Antes del atardecer. El problema es el mismo que en la última parte de la trilogía, ya que esta decisión termina guiando al espectador a una toma de posición en favor de él por sobre ella, esmerilando además las aristas del entramado emocional de la dinámica de la pareja.Claro que Un fin de semana en París no es una de Bergman. Sus esporádicos pasos humorísticos, amables e inocentes, permiten inscribirla en el subgénero de comedia geriátrica. Subgénero en boga desde hace un lustro y que tiene a El exótico Hotel Marigold y su inexplicable secuela como naves madres. Debe reconocérsele a Kureishi-Michell la voluntad de ir más allá de la revalidación generacional festiva y acrítica que suele campear a lo largo y ancho de estos films, optando por un tono intimista y eminentemente crepuscular que una capital francesa elegíaca aún en sus jornadas más luminosas acentúa con sutileza.