Un dinosaurio, un niño, y toda la magia de Pixar
La clave de la historia está en el comienzo, cuando el asteroide destinado a extinguir a los dinosaurios pasa de largo en lugar de estrellarse en la península de Yucatán. Se explica así ese escenario tantas veces explorado por el cine: la convivencia entre humanos y dinos. La diferencia la hace Pixar desde su capacidad para crear personajes tan simples como entrañables y, en especial, para regalar una belleza visual subyugante.
El guiño de la trama es tan sencillo como la estructura del guión: Arlo, el más pequeño de tres hermanos dinosaurios, adopta a un niño humano como mascota. Entre Arlo y el salvaje Spot fluye la amistad, puro amor en medio de un azaroso viaje a casa, porque Arlo ha perdido a su padre y vivirá infinidad de peripecias mientras busca el camino el hogar.
Hay momentos muy graciosos, como el encuentro de Arlo con el más bizarro de los triceratops, y otro casi lisérgico, por obra y gracia de la ingesta de un fruto muy particular. De paso, “Un gran dinosaurio” se permite también homenajear al western. ¿Quién hubiera imaginado a un tiranosaurio convertido en cowboy?
Las proezas técnicas de Pixar nunca dejan de asombrar. El tratamiento del agua, por ejemplo, es increíble. Los colores, las texturas y los escenarios invitan a sumergirse en la pantalla. Es un feliz debut en la dirección de Peter Sohn (de quien habíamos visto el corto “Parcialmente nublado”, estrenado junto a “Up”).
Exenta de toda complejidad, sin bromas cinéfilas ni códigos reservados para adultos, “Un gran dinosaurio” se disfruta con placidez y ojos de niño. Para los chicos es una fiesta; para los grandes, también.