Después de la decepción de Intensa Mente (un film sobreexplicado, con una narración trabada), Un gran dinosaurio, segunda “película Pixar” del año -parece que tal cantidad será la norma de aquí en más-, recupera el viejo “contar un cuento”, un cuento sencillo pero no simple. Sencillo porque narra una sola cosa: la historia de un dinosaurio joven que se pierde y que, gracias a la amistad con un niño humano (se explica en el principio por qué este mundo es como es, con dinosaurios y humanos juntos), vence sus temores y madura. Pero no simple porque, con algunas grandes invenciones visuales, logra transmitir emociones complejas (la pérdida, el temor ante la muerte, la melancolía, la alegría del descubrimiento) y todas esas emociones surgen específicamente de las imágenes y de las acciones. No es, por cierto, la “mejor” película de Pixar: en algunos casos hay cierta morosidad o redundancia, pero se nota muy poco porque es, además, un film de enorme belleza plástica. El mayor hallazgo -el espectador no lo notará porque está hecho para que no lo note- es cómo combina un registro caricaturesco en los personajes con uno hiperrealista en el paisaje y la diferencia no chirria. En el fondo (y no tanto, se escucha en la banda sonora) un western clásico y emotivo, de esas cosas nobles que constituyen el gran legado de Hollywood.