Alain se despierta un día temprano y le agarra un ACV. La brutalidad de la escena no se condice para nada con el tono más bien cándido que dominará la película: el protagonista está en la cama, no entiende qué le pasa, se toca el brazo y no lo siente. Se despierta de nuevo, esta vez tirado en el suelo, se levanta arrastrándose, se viste y baja a que le sirvan el desayuno como si nada hubiera sucedido. No se sabe si el hombre no entiende del todo la gravedad de su situación o si sigue bajo los efectos del ataque y no comprende. Sale a la calle, se cae y lo llevan al hospital. Ahí se le explica todo, la película adopta definitivamente los aires de una comedia amable y se olvida de ese comienzo más bien crudo. Se olvida en un sentido fuerte: lo que sigue es el relato de un gruñón algo malvado que debe aprender a convivir con los otros y a disfrutar de la vida. Un Scrooge francés, digamos, esta vez bajo el traje de un empresario de la industria automotriz que tiene que enmendar un pasado de fastidios y malos tratos.
El director Hervé Mimran no está del todo convencido con la idea, sin embargo: tal vez crea que la historia de Alain no alcanza y suma una trama secundaria arrancada prácticamente de otro universo. Se trata de la terapista de Alain, una chica árabe adoptada por franceses que busca sin suerte conocer la identidad de su madre. La pareja de protagonistas está servida, entonces: un empresario sin escrúpulos es devastado por una enfermedad imprevista y puesto al cuidado de Jeanne, que trabaja en un hospital público con pacientes afectados por ACV y los ayuda a recuperarse. Eso, el encuentro de los dos, cambia todo: la película ya no promete la caída y posterior ascenso de un hombre despreciable, sino un lento proceso de reaprendizaje. Alain perdió competencias lingüísticas que Jeanne trata de recomponer con ejercicios; reaprendizaje, a fin de cuentas, que es tan neurológico como moral: de lo que evidentemente se trata es enseñar a Alain a ser una buena persona, y la encargada de semejante tarea es Jeanne, un personaje cristalino, incontestable, con ese hálito de santidad que otorgan el servicio y el abandono; un estereotipo confeccionado rigurosamente a la medida de la corrección política.
La moraleja de Un hombre en apuros es de una simpleza y una precariedad contundentes: todo, desde el tono general hasta las paredes del hospital es color pastel, una seguidilla interminables de superficies agradables al ojo y de chistes inocuos que evitan cualquier posible agresión visual o narrativa (descontando, claro, el ataque del comienzo, un real accidente en términos cinematográficos). Estamos ante un objeto de una factura profesionalísima, un artefacto cuyo funcionamiento es garantizado por el acople milimétrico de las partes que lo componen: el relato, la fotografía y el montaje trabajan con esmero para borrar sus huellas, el espectador no debe ver ni la más mínima costura, solo a Alain y su larga recuperación.
En ese clima, incluso la moralina rancia que destila la película resulta en el fondo inofensiva, un trago que se toma rápido y fácil, como el whisky rebajado con unas gotas de agua que bebe Alain. El mundo que concibe Mimran es así, sin bordes ni asperezas de ninguna especie donde hasta las tragedias más terribles se atraviesan apaciblemente, sin grandes contratiempos, con una suerte de optimismo convencido que tiene su expresión más perfecta en Vincent, el enfermero que para conquistar a Jeanne hace pavadas como hablar con su skate o surfear sobre camillas. Ese tonto fenomenal condensa una ética del entusiasmo y de la superación personal que la película esgrime sin el menor atisbo de mala conciencia. El espectáculo es insípido hasta el cansancio, pero esa visión del mundo y la seguridad con la que se la ofrece parecen restos de un pasado distante en el que el cine todavía podía permitirse el lujo de la inocencia. En el final el director se atreve a filmar bosques, praderas, ciervos, montañas, trenes increíbles y reuniones familiares, todo eso junto en el espacio de unos pocos minutos; un bálsamo edulcorado y un poco soso pero efectivo contra la pose de desencanto permanente que cultiva mucho cine.