Un hombre en apuros parece querer explotar el filón abierto por Amigos intocables: ésta también es una historia basada en el caso real de un rico que sufrió un inconveniente físico grave y cambió su perspectiva de la vida a partir de su relación con un paramédico. Pero, a diferencia de sus compatriotas Olivier Nakache y Éric Toledano, Hervé Mimran se queda a mitad de camino: la suya no es una comedia ni un drama emotivo. Su tibieza es tal que hasta los golpes bajos son apenas amagues.
Alain Wapler es un tipo desagradable, brusco, maleducado; un workaholic sin tiempo para los afectos, un poderoso que hace sentir el rigor de su status a los demás. Hasta que un ACV lo baja del pedestal: al salir del hospital no es capaz de decir una frase coherente. Confunde las palabras, mezcla sus significados o las dice al vesre. Una joven fonoaudióloga lo ayudará a mejorar, mientras que su nueva vulnerabilidad le hará ver el mundo con otros ojos y lo volverá amable y cariñoso.
Se supone que la mayor parte del humor de la película pasa por las constantes equivocaciones lingüísticas del protagonista. Pero para reírse -si es que hay alguna gracia en este recurso repetido hasta el hartazgo- hay que entender francés, porque en el subtitulado se pierden los juegos de palabras. A la vez, a los vínculos afectivos de este hombre -con su hija, con la fonoaudióloga- no tienen la suficiente profundidad como para conmover.
La trama se apoya en conflictos nimios para ir avanzando, pero sin consistencia ni empatía alguna. Mimran se ve obligado a recurrir a constantes clips musicales -todo empieza con la versión original de Me olvidé de vivir, para que el mensaje vaya quedando claro de entrada- para generar algún clima emotivo. Entre canción y canción, lo único que consigue es que Un hombre en apurossea tan balbuceante como su protagonista.