Alain Wapler es un CEO, gerente de una compañia automotriz de las más importantes de Francia. Es un perfeccionista, un obsesivo del trabajo y está totalmente abocado a la presentación internacional de un nuevo prototipo de la firma. Y como todo obseso hasta el hartazgo, posterga (y postergó siempre) familia, relaciones, amistades, etc. Fiel a sí mismo, no iba a dejar de lado postergar la suya propia.
Alain muestra algunos signos de deterioro en su salud: parálisis temporal en un brazo, alguna caída sin explicación, síntomas de dislexia. Hasta que en su derrotero de soberbias varias, multiocupación, desdén hacia el otro (sus empleados, su hija), tropieza con un …. ACV. Touché.
Es entonces que su vida llega a una meseta inesperada: queda con secuelas neurológicas que afectan su habla, su orientación, entre otras. Y aunque es reversible buena parte de lo perdido, la recuperación llevará tiempo. Y el tiempo es tirano (hay que desconfiar siempre de quien te dice esta frase).
Ahora Alain ya no resulta tan “útil”, tan “eficaz”. Pues Alain es descartable. Y lo hacen con él, como él lo hizo con tantos. La empresa a la cual dedicó gran parte de su tiempo vital lo despide, pierde sus privilegios, lo apartan. Capitalismo puro y duro, que le dicen. Es entonces que Alain encuentra en su entorno, en los lazos afectivos con su única hija Julia y en la relación que entabla con la terapeuta de su recuperación, la fonoaudióloga Jeanne, las conexiones afectivas que hace rato desconocía. Jeanne a su vez es una chica adoptada, con unos padres cariñosos y que busca su origen.
Un desafío, una aventura: Alain encara la empresa de realizar el Camino de Santiago, ese recorrido de varios días que moviliza a miles de personas. Lo hace primero solo y luego acompañado por Julia, como un viaje iniciático y restaurador, un nuevo comienzo.
Correctas actuaciones y una realización prolija para un film con una narrativa clara pero sin la empatía que hubiese posibilitado una profundización del relato.