Pormenores de la resignación
Resulta extraordinario que los hermanos Joel y Ethan Coen todavía puedan venderle a Hollywood una película tan exquisita y valiente como Un hombre serio (A Serious Man, 2009), tercer opus seguido en el que los realizadores apabullan a pura inteligencia. La seguidilla iniciada con Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) y continuada con Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008) encuentra su correlato perfecto en esta comedia negra que combina el humor mordaz de la segunda con los detalles abstractos de la primera, elipsis y tragedias incluidas. Sin embargo debemos aclarar que en términos conceptuales la propuesta reenvía al tono de sátira implícita de Barton Fink (1991) y El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn''t There, 2001), aunque con una virulencia que recuerda a El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998).
Luego de un hilarante prólogo acerca del conflicto que despierta en una pareja la aparición o no de un “dybbuk”, un cuerpo poseído por un alma condenada, la historia propiamente dicha comienza presentando los infortunios de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), un profesor de física amante del rigor académico, la “seriedad” del título: un estudiante asiático pretende sobornarlo, su mujer le pide el divorcio, sus hijos no le prestan la más mínima atención, su hermano tiene actitudes de parásito, se siente atraído por su vecina y para colmo de males ve peligrar la posibilidad de convertirse en un catedrático a raíz de una misteriosa serie de cartas en las que una figura anónima se divierte denigrándolo. Estas tristes circunstancias lo van llevando en forma progresiva hacia una crisis existencial de increíbles connotaciones, en función de la cual solicitará asistencia a tres rabinos diferentes.
Si bien el film lanza sus dardos contra la religión y filosofía judías, en sí éstas constituyen otra metáfora más de la deplorable cultura estadounidense y los juegos de espejos tras el siempre escurridizo “sueño americano”. Aquí más que el consumismo, la estupidez, la violencia casual, la sed de éxito o el culto por la belleza, prevalece lo que aparenta ser el extremo opuesto del andamiaje social: una suerte de auto- marginación generada por una cosmovisión hueca sumida en la pasividad, el empecinamiento y la indulgencia. En varias escenas Larry afirma que “no ha hecho nada” para merecer esto o aquello, ese es precisamente el leitmotiv: los Coen cargan las tintas con sabiduría sobre cada uno de los pormenores que caracterizan a la exasperante resignación del protagonista, un ser que jamás considera devolver los golpes recibidos o por lo menos defenderse según la ocasión.
El atrevimiento cinematográfico de los directores pasa por el hipnótico pulso narrativo, una trama inconformista saturada de un cinismo demoledor, el trasfondo lúdico del proyecto en conjunto y la ejemplar utilización de un elenco de ilustres desconocidos, casi todos con una vasta experiencia a cuestas. Destaquemos la labor de Richard Kind como el hermano, la de Fred Melamed como Sy Ableman y en especial el desempeño del estupendo Stuhlbarg. Más allá del prodigioso desarrollo de personajes o los diálogos de ensueño, la genialidad de estos creadores solitarios arremete con una furia digna de sus mejores obras. Mucha marihuana, situaciones patéticas, cantidades generosas de hebreo y la clásica Somebody to love de los Jefferson Airplane son elementos de este retrato de un país cuya “fe” se tambalea al ritmo del desconsuelo de un Job moderno que busca certezas donde no las hay.
Secuencias como la de los dientes del “goy”, la pesadilla de la fuga a Canadá o el “descubrimiento” de la vecina ponen de manifiesto la enorme capacidad de los hermanos para trazar alegorías de una profunda riqueza simbólica, las cuales a su vez cumplen a la perfección el rol que se les ha asignado en consonancia con un verosímil enrarecido. Tampoco obviemos el contexto autobiográfico del relato: la acción se sitúa en los suburbios de Minneapolis durante 1970, año de edición -como se señala- del Abraxas de Santana y el Cosmo''s Factory de Creedence Clearwater Revival. Nuestro antihéroe de turno, respetando la lógica de la mediocridad, sufre impasible y confundido los duros embates de familia, colegas, extraños y el mismo Hashem, ese Dios que se parece a los Coen de tanto sadismo para con los humanos más grises. El Apocalipsis final indica que todos merecemos morir…