Hasta mediados de los años sesenta, Buenos Aires funcionó como un faro para la cinefilia mundial. La proliferación de los cines de arte, los cineclubes y la aparición de un público universitario dispuesto a ver un cine distinto al que habían visto sus padres, hicieron de la ciudad un lugar fértil para Bergmans, Antonionis, Fellinis y Truffaults. Los sucesivos golpes de estado intentaron moldear el gusto de los espectadores, dictaminando qué se podía ver y qué no. Afortunadamente, el deseo de ver pudo más y los cinéfilos se embarcaron en las aventuras más extrañas cuyo único objetivo era ver películas. Un importante preestreno es, además de una historia oral e improbable de la cinefilia porteña, una suerte de documental de aventuras.