LOS VIEJOS HÁBITOS NUNCA MUEREN
Las dos películas otoñales que nos deja el año 2018 son La mula de Clint Eastwood y Un ladrón con estilo de David Lowery con Robert Redford. Tienen muchas cosas en común. Por empezar, los protagonistas son viejos y no temen a mostrar sus rostros ajados por el tiempo, dos eternos pergaminos que se resisten a ser olvidados. También se muestran obsesivos por lo que hacen, al punto de romper cualquier estructura de existencia equilibrada, puesto que no hay lugar en el mundo para conciliar la pasión con la familia. Curiosamente, Un ladrón con estilo parece contener gran parte de la filmografía de Eastwood, como si buscara forjar una memoria mnemónica a partir de marcas particulares: el apellido falso de Redford como ladrón es Callahan (el mismo de Harry el sucio) y en una secuencia lo vemos calzarse un poncho para andar a caballo al igual que “el hombre sin nombre” de la trilogía de Sergio Leone. Sin ambargo, pese a todas las similitudes, la película de Lowery es apenas un clon menor de La mula. Esto no la desmerece, pero señala una distancia importante en cuanto a intenciones y logros. Claro está: Redford nunca fue Eastwood.
Si existiera la posibilidad de asimilar el atributo de la amabilidad al cine, Un ladrón con estilo podría ubicarse en el podio. En los años treinta ser un gángster implicaba la aparición de un héroe trágico, un producto social tempestuoso cuya fatalidad se inscribía como destino inevitable. Esto era una manera de castigar y neutralizar la empatía que generaban estos personajes desbordados (James Cagney, nuestro Dios de siempre) en los espectadores. Hoy los tiempos han cambiado, ha corrido mucha agua debajo del puente y Forrest Tucker (el viejo hombre con traje y con un arma encima) es un tipo elegante y parece pertenecer a una época en la que todo es más fácil, es decir, se entra a un banco y de manera educada se lleva lo que hay, no sin antes esbozar una sonrisa. Si uno hace lo que le gusta con pasión, no puede menos que sonreír. Forrest y sus compinches (Danny Glover y Tom Waits) conforman una longeva banda denominada “La pandilla cuesta abajo” y su razón de ser, a pesar de los años, es buscar siempre el último gran golpe. Tucker, cual Don Juan que no se resigna e intenta siempre la conquista más difícil, se da el lujo además de intentar una relación sentimental con Dorothy (la gran Sissy Spacek), una mujer viuda a quien asistió en la ruta mientras escapaba con el botín de un banco.
Del otro lado de la vereda está John Hunt (Casey Affleck) cuyo apellido es una ironía respecto del rol que le toca jugar en esta historia. La elegancia de quien es perseguido contrasta con el desaliño de este policía, padre de familia (está en pareja con una hermosa mujer negra y tiene dos hijos). No obstante, la pasión del primero también se opone a la frustración del segundo que, no solo no logra cazar a su presa, sino que es burlado con frecuencia. Es más, ante los testimonios de los testigos le llama la atención que Tucker se ría, señal de que la felicidad del otro es el tormento personal de él. Todos aquellos que son víctimas y deben declarar ante los policías no pueden disimular la contradicción de ser seducidos por un ladrón (al igual que en las películas de la década del treinta los espectadores amaban a sus gángsteres).
Pero si la película se ahogara solamente en la trama de policías y ladrones, estaríamos hablando de la sabida cadena de repeticiones genéricas. En una reunión de la pandilla en la que analizan las posibilidades de éxito de un asalto inminente, el personaje de Glover dice que uno sabe que es en la vejez, no qué puede hacer realmente. A partir de allí, la existencia de estos hombres cambia. La frase cae como un mazazo. Sin embargo, el gran acierto consiste en eludir cualquier forma de sentimentalismo gratuito. Ni siquiera la dramática confesión de la hija de Forrest da lugar a ello. Todo lo contrario, nunca se pierde el punto de vista del protagonista, que tiene muy en claro algo: no habla de ganarse la vida robando, sino de la vida misma. Y ese es su fin en el mundo. Vivir la adrenalina, sentir los pasos de la policía, permitirse una distracción de vez en cuando y convertirse en una leyenda. Con respecto a esto último, dos pasajes se consagran a alimentarla. Primero, una sucesión de fotos del propio Redford como si su vida fuera esa película que se resiste a terminar, como si el ícono en toda su materialidad aún pudiera conservar los rasgos de seductor (a diferencia de Cary Grant, por ejemplo, cuyo retiro quiso evitar que se viera viejo en pantalla). Luego, ese momento notable en que Hunt y Tucker coinciden en un café. El elegante ladrón mira a ese policía que había visto de costado en televisión y no puede creer (su mirada lo dice) que sea tan torpe, que se vuelque la bebida en el saco. Y como un inútil no puede ser parte de una leyenda, lo va a buscar al baño, para sentirlo y, de paso, tirarle alguna punta.
Lo anterior es parte de la sutileza del director. Más importante que la estética de colores apagados y el marco temporal recreado, Un ladrón con estilo es una película sobre la resistencia a desaparecer de una estrella; más que una despedida es la confirmación de que los viejos hábitos nunca mueren.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant