El amor en seis cuotas y sin intereses
Las propagandas de Sprayette me producen intensos sentimientos encontrados: por un lado, me indigna pensar que existen en el planeta tierra seres humanos que creen en ese ridículo, y hasta burlesco, discurso publicitario; esa parafernalia de artificio puesta al servicio de la idiotez absoluta. Lo paradójico es que todo aquello que aborrezco, es lo que en el fondo me atrae como un imán que no deja escapar a mis pupilas de la caja boba -en este caso, bobísima. El registro interpretativo de los "actores" parece obedecer, paso por paso, a una receta de sketch de comedia; sólo faltan los reidores de piso porque los otros, habitan en la sala. Pero lo más inquietante de todo este asunto televisivo es cómo la pantalla refleja la relación que tiene el personaje con el objeto a consumir: primero se presenta al sujeto -¿o debería decir objeto?- como un individuo desdichado, empobrecido, desilusionado de la vida y de la falta de tecnología práctica: el pincel de brocha gorda tiene sus pelos deshilachados y no se desliza como ambiciona por la pared, el incómodo sostén le hace doler los pezones, la excesiva cantidad de zapatos no le entran en las mínimas dimensiones del placard, la mesita de solterón para mirar T.V. a "lo Homero Simpson" no se arrima lo suficiente al sillón, el GYM domiciliario se ha convertido de la noche a la mañana en un armatoste oxidado y vetusto, y así podría seguir por hojas y hojas. Hasta que, rayos y centellas!, se hace carne el genio del consumismo y le entrega al ente, la lámpara mágica de Aladdin para poder cumplirle sus deseos consumistas. Y, entonces, patapufete!; el nuevo producto vestido de frac aparece en el living como el príncipe azul de Cenicienta, listo y dispuesto a ofrecerle fidelidad y pasión hasta el fin de sus días. Claro que es un tanto irrespetuoso de mi parte comparar a los cuentos de hadas con la frivolidad de las publicidades de Sprayette, pero la fantasía que nos venden es exactamente la misma.
Un lugar donde refugiarse intenta seducirnos con la misma estrategia: una bella e insulsa mujer rubia llamada Katie (Julianne Hough) huye de un pasado angustiante y tormentoso, básicamente de su ex pareja Tierney -aunque eso lo sabremos avanzado el relato-, que vendría a ser como el producto defectuoso y primitivo. Se toma un micro escapando de la policía con un supuesto destino a Atlanta, pero en la primera parada abandona el transporte para desconcertar a la ley. Llega a un pequeño pueblito y cuando ingresa al diminuto almacén del puerto, santos protones!; se topa con el Ken de pelo castaño, con bíceps rígidos y abdomen de ravioles de calabaza con queso. Muy parecido al hombre que protagonizaba el comercial ochentoso de Colbert; "Colbert, subraya en cada hombre esa cuerda que lo hace simplemente… dueño". La chica Barbie lo mira a Alex (Josh Duhamel) mientras se le cae la baba como si estuviera observando ese preciado par de zapatos a base de piel de cocodrilo detrás de la vidriera, mojando sus bragas de la excitación que le produce pensar cómo se siente ese objeto rozando la alta temperatura de su piel transpirada. Y está claro que entre la venta de la pintura amarilla para piso color ¨rodaja de limón" y el préstamo de la bicicleta del macho hacia la hembra, ocurrirá el contacto físico y/o genital entre las partes. Digo contacto y no amor, porque básicamente eso es lo que transmite el director sueco de veinticuatro largometrajes filmados: una radiografía de corazones hechos de látex y silicona, 100% resistentes al riesgo del sufrimiento amoroso ¡Quién pudiera! No obstante, y con todo el desmesurado peligro emocional que conlleva enamorarse apasionadamente de un sujeto, sigo prefiriendo sentir las palpitaciones rítmicas exacerbadas del órgano que se encuentra en el interior del tórax, temblando de miedo por imaginar un posible síncope afectivo, que enterrar bajo tierra la posibilidad de germinar una innumerable cantidad de mariposas con trastorno de déficit de atención. El erotismo entre Katie y Alex es tan nulo como el sexo tántrico que pueden gozar una aspiradora y un lavarropas, porque la relación entre los muñecos protagónicos, nunca deja de ser un amor entre objetos consumibles, ausentes de vitalidad.
Como ya nos tiene acostumbrados Lasse Hallstrom, el responsable de películas come-coco como Querido John (2010), Siempre a tu lado (2009), Chocolate (2000) y A Quién ama a Gilbert Grape? (1993), la manera de construir sus personajes radica en ponerle etiquetas para que el espectador pueda ubicarse y reconocer el producto en la góndola: la "víctima", el "héroe", el "villano" y los artículos de segunda mano. El papel del villano le corresponde al policía Tierney (David Lyons), quien, para que podamos reparar en que es "el malo de la película", se comporta como un hombre sumamente violento, cuasi espástico y, como si fuera poco, adicto a la bebida blanca. Vacía la botella de agua mineral para llenarla con whisky barato, pero para el director de "la-película-del-perro-que-se-muere-de-tristeza-por-esperar-una-vida-entera-a-su-finado-amo", no es suficiente información para que un espectador comprenda, interprete, que es un ser humano despreciable que está a segundos de contraer cirrosis. Como un flashback a esas propagandas noventosas de alcohólicos anónimos que pasaban en los canales de aire, chupiman siempre tiene los ojos exageradamente colorados, bien de "loco-desquiciado-partidario-de-la-violencia-de-género" -ah, sí, porque además la faja a bofes a la chica Barbie- ,su rostro sudado y su camiseta empapada en transpiración; dándonos la sensación de que huele tan mal como un zorrino que acaba de revolcarse en un queso roquefort rancio. La pantalla está fría, helada, porque los personajes se comportan y se relacionan como la publicidad de los cigarrillos Jockey Club Light del año 1995: "nada, nada más suave". Una fotografía delicada y estética para encuadrar a "modelos" de personas, a proyectos inconclusos de seres humanos. Y de las tandas tabacaleras, pasamos al momento Kodak: la pareja corretea por la playa con los risueños infantes de Alex, fruto del amor con su difunta esposa, posando para la cámara como si hubieran fotógrafos de la revista "Hola". Con la misma lógica del arte del siglo XXI -la publicidad- , Lasse Hallstrom se desentiende completamente de los móviles de la narración, de la necesidad de organizar la información dentro del relato, de la empatía que deberían provocarnos los personajes de la historia y, simplemente, se las rebusca para arrojar los spoilers como promociones que salen de la galera. Cada spoiler funciona exactamente como esa exaltación festiva que nos produce el día de rebajas con la tarjeta de crédito porque, la indignación y el rechazo que sentía desde un comienzo, se fue poco a poco transformando en una sádica adicción placentera. La falsedad emocional de los personajes es tan pornográfica que, como esas benditas y jocosas publicidades de Sprayette, termina provocándome un inexplicable deseo lastimoso de que la maqueta fílmica sea eterna. Esa carcajada desenfrenada que culmina, felizmente, en un orgásmico dolor abdominal no se vivencia todos los días.