Sólo para cursis
No es un mal comienzo. Una chica escapa de una casa a los gritos, lleva un cuchillo y sangre en las manos. Se refugia en lo de una vecina. Elipsis. Ahora tiene el pelo de otro color, está en una estación de ómnibus y lleva una panza falsa de embarazada. La sigue un policía. Se sube a un micro y parte. El policía no logra capturarla, se queda parado en medio de la calle, viendo el micro alejarse. Decíamos que no era un mal comienzo si pensamos que estamos ante una película basada en un libro de Nicholas Sparks (el autor exitoso más cursi de la actualidad) y que el director es Lasse Hallström, alguien del que ya dije que me gustaron varias de sus primeras películas en los Estados Unidos pero que hace como 15 años que no mete una más o menos decente. En ese comienzo, entonces, hay un misterio, una situación de thriller bastante bien construida en materia de planos y montaje, y una tensión y crispación que podría traducirse en un relato de suspenso nada novedoso pero al menos profesional en su factura. Parece esos thrillers de los 90’s protagonizados por Ashley Judd, tipo Doble riesgo.
Pero ni bien ese prólogo culmina, el siguiente plano ya nos da una idea del horror que seguirá: el micro mencionado avanza por la ruta, es una jornada soleada, la pradera fotografía bien y la música -un tema pop en la senda Disney Movie- asciende progresivamente por los parlantes. Sí, ese plano ya se parece a una de Sparks, a esta altura ya todo un subgénero dentro del cine, como alguna vez lo fueron las películas basadas en novelas de John Grisham. Esa textura, lo soleado, lo vacuo, ya nos da una idea de relato lavado y bucólico, como el pueblito costero ese en el que recae la protagonista, ese lugar donde refugiarse del título. Ahí comienza otra película, que es la que uno sabía que iba a ir a ver. Lo otro, en tanto, es un aire de policial que dos por tres retoma el relato para darle un poco de energía a la historia romántica que queda en primer plano.
La fugitiva de la ley, Katie, se relaciona y enamora del dueño de un mercadito, un hombre viudo y con dos hijos: la nena adora a la nueva novia de papá, pero el hijo no. El hijo la rechaza, claro está, porque todavía recuerda a su madre muerta. Sin embargo el romance avanza, con ella ocultando su pasado criminal (luego se sabrá bien qué fue lo que pasó), y con ambos vinculados a partir de una casa: la desvencijada vivienda que ella alquila en medio de un bosque, una locación nada ideal para una chica un poco paranoica y con miedo que se siente perseguida (de hecho Un lugar donde refugiarse parece jugar allí a satirizar los clichés de las películas de terror ubicadas en pueblos pequeños), pero que es crucial para lo que la película quiere decir: el hogar, el espacio, la casa, donde sentirse seguro. De hecho, cada giro del relato tiene que ver con un hogar: la casa que el policía inspecciona, la otra donde Katie protagonizó un hecho sangriento, esta que ella recupera de alguna forma y aquella en la que vive el protagonista y está llena de recuerdos de la esposa muerta.
Todo esto, que es romanticismo de manual, un 2+2 = 4 típico del escritor de Diario de una pasión, ofende pero tampoco lo suficiente ya que uno sabe más o menos qué se puede encontrar. Para colmo, Sparks y Hallström ya colaboraron en Querido John y las cosas tenían el mismo nivel de vacuidad: sólo cierto oficio y pericia del director hace que estas historias funcionen y mantengan un ritmo que impide la evasión total. Sin embargo, una vez que ambas líneas argumentales confluyen -la policial y la romántica- y todo se soluciona, Un lugar donde refugiarse se guarda una carta magistral, la cúspide absoluta de la estupidez. No vamos a revelar aquí qué es lo que ocurre, pero ese giro final del guión es de lo más inverosímil desde la puesta en escena que se haya visto en mucho tiempo, sólo disfrutable si usted -como yo- tiene algo de humor como para tomarse la moraleja aleccionadora como algo kitsch. Divertido, además, si imaginamos el nivel de cursilería del público al que va destinado.