"Un lugar en silencio: parte 2": a la manera de Spielberg.
Hay algo del director de "Tiburón" en la manera de filmar de Krasinski, que juega sus mejores cartas poniendo en la mesa un suspenso por momentos insoportable. Estreno en salas únicamente.
La industria cinematográfica pos-pandemia, con las nuevas lógicas de distribución y exhibición conquistando terrenos hasta ahora inexpugnables, será muy distinta a la que supo ser. Un cambio de paradigma que debería llevarse algunas máximas tan viejas como inexactas. El de que las segundas partes no son buenas, por ejemplo, como han demostrado decenas de secuelas a la altura, o incluso superiores, a las primeras. La última de ellas es Un lugar en silencio: Parte 2, que retoma las acciones casi en el mismo lugar donde había terminado la película de 2018, aunque con un breve e intenso prólogo que describe cómo era la vida de la familia Abbott antes de la llegada de las misteriosas criaturas, de fisonomía de reptiles gigantes, que sumirán a la humanidad a una interacción silente. Porque estos bichos, como casi todos, corren rapidísimo, a lo que le suman un desarrollado sistema auditivo que les permite detectar a sus víctimas apenas hagan ruido.
Una frase dicha en un tono superior al de un susurro, una herramienta que cae en el piso, el crujir de la vegetación seca ante una pisada desatenta, una respiración agitada: cualquier error puede significar la muerte en medio de una dinámica diaria tremenda, salvaje y oscura. Nada nuevo para un relato de supervivencia en un contexto a priori imposible, podría pensarse, salvo por el detalle que John Krasinski –el recordado Jim Halpert de The Office, repitiendo aquí el rol de director– hace del miedo un elemento ubicuo, presente incluso cuando parece reinar la calma, valiéndose tanto del trabajo sonoro como de una puesta en escena por la cual el fuera de campo juega un rol fundamental.
Hay algo spielbergiano en su manera de filmar, un estilo patente desde una secuencia introductoria en la que los Abbott asisten al partido de béisbol infantil de uno de los hijos. Todo marcha sobre los carriles habituales del deporte, hasta que en el cielo empiezan a dibujarse figuras extrañas. Krasinski, como Spielberg con el vuelo en bicicleta de E.T. o el primer encuentro con dinosaurios en Jurassic Park, no dirige directamente la atención hacia lo que ocurre a cientos de kilómetros de altura, sino que primero clava la cámara en los rostros extrañados de Lee (Krasinski) y Evelyn (Emily Blunt) mirando así arriba. Y es la versión de 2005 de La guerra de los mundos, nada casualmente dirigida por Spielberg, la que asoma como referencia rítmica, narrativa y visual más clara, aunque sin las resonancias sociopolíticas que habilitaban los por entonces recientes ataques a las Torres Gemelas. Allí eran un padre y su pequeña hija quienes, intentando sobrevivir a los ataques externos, se cruzaban con personas tan peligrosas como las criaturas. Algo similar ocurre aquí con Evelyn, los pequeños Regan (Millicent Simmonds), Marcus (Noah Jupe) y su hermanita bebé.
Casi quinientos días después del partido, y con la herida por el sacrificio de papá Lee todavía abierta, la familia parte con lo puesto en busca de nuevos horizontes, un camino que los lleva hasta una fábrica abandonada donde vive Emmett (Cillian Murphy) desde que perdió a los suyos. Entre los (pocos) elementos que los Abbott llevaron consigo hay una vieja radio a pilas con la que escuchan una canción repetida a intervalos irregulares. El significado de la letra, sumado a una pista sobre la procedencia de la señal, enciende la mecha de un nuevo desplazamiento, esta vez a cargo de Regan y Emmett, mientras Marcus y Evelyn quedan a la espera del regreso. O al menos así estaba planeado.
Conviene no adelantar más acerca de qué aventuras deparará la travesía, en tanto Krasinski juega sus mejores cartas poniendo en la mesa un suspenso por momentos insoportable que se vale principalmente de un montaje paralelo que divide la atención (y la tensión) en varios escenarios. Mucho más inteligente en su andamiaje narrativo que la primera parte, y dueña de una sofisticación formal digna de manos expertas, la película culmina alistando las piezas para una continuación. A seguir derribando prejuicios, entonces, que las terceras partes también pueden ser buenas.