La segunda entrega de A Quiet Place empieza con un flashback. Estamos en el “día 1”, minutos antes de la catástrofe, y la familia Abbott disfruta de la tarde en el pueblo, asistiendo al partido de béisbol de uno de sus hijos. La secuencia viene a recordarnos el elemento fundamental de este universo, que es el funcionamiento de la familia. Si algo nos queda resonando en la memoria va a ser esto, porque ambos films giran en torno a este núcleo. La familia Abbott está muy lejos de ser uno de esos grupos, ahora tan comunes, de personajes sobreviviendo al Apocalipsis desde un sentimiento individualista de supervivencia. Por el contrario, de su unidad depende el futuro de la humanidad y se vuelve esencial poder acceder a su carácter conjunto. Así lo vamos a poder encontrar en esta escena, de cuando todos aún vivían. El partido es un juego, tiene sus reglas y sus señas, pero la familia tiene acá sus otros propios códigos. Marcus, desde el partido, está nervioso, inseguro de si podrá batear bien, y allí es cuando el juego se expande, incorporando a un juego segundo. Evelyn, su madre, puede también participar, tranquilizando a su hijo desde el público porque como ya sabemos, los Abbott, en algún momento de su vida tuvieron que, todos juntos, aprender lenguaje de señas, ese es su primer factor de unión: encontrar maneras de sobrellevar la discapacidad de Regan, su hija mayor, y continuar viviendo. Aún cuando no es estrictamente necesario, aunque se trate del padre llegando tarde al partido y su esposa señalándole el reloj con el dedo, el lenguaje de señas es una constante, insistentemente marcada desde la puesta. No es gratuito, hay algo que los hace especiales, y en esto, que es cine, no pasa tanto por los gestos en sí, sino por lo que implica ese silencio: la mirada.
Más adelante, Regan será la que le explique a Emmett, que antes había sido su vecino, de qué se trata todo. “Enunciá”, le indica, si querés ser entendido. Porque el que “escucha” va a tener que poder mirar a quien “hable”, y el que “hable” tal vez pueda ser preciso con su modulación o con las señas que intente sacar de la galera, pero lo que va a necesitar, desde su postura y forma de moverse, es poder expresarse, como si se tratara de una cuestión de emociones. Para los Abbott enunciar es hacerse parte de lo dicho, es expresar el tono, la declamación, el pedido, el miedo o el amor. En las señas queda lo que ya no pueden gritar. En un mundo cuyo destino peligra por las bestias que han llegado, la humanidad pierde una de sus formas de comunicación, pero la forma que queda necesita ser una vuelta a lo primitivo, o mejor dicho, al origen. Tal vez por esto le quede tan bien a esta familia transitar el posible fin del mundo. Al ser ellos nuestra única esperanza en el despliegue de la humanidad pasan a ser el grupo ejemplar, el clásico, y todas su tensiones y conflictos adquieren la posibilidad de volverse mitológicos, como ya vimos en la primera entrega en dos de sus más logradas secuencias: el nacimiento del nuevo niño (con una simbología en los fuegos artificiales, tanto como herramienta de distracción como festejo glorioso), y el sacrificio del padre, haciendo de su grito la “enunciación” del amor que siente por su hija.
La segunda entrega continúa y completa lo construido en la primera. Evidentemente hay un legado del padre, que toma forma principalmente en los actos de Regan, y en Emmett hay una suerte de doble negativo. Es otro padre, pero uno que no hizo lo suficiente para salvar a su familia. Tal vez no alcanzó, o no fue lo suficientemente bueno, pero esa es su herida. Así como el niño que moría trágicamente al principio de la primera película abría una ventana para el niño por venir, en Emmet hay una fuerza paterna que necesita reconducirse. El suyo pasa a ser un camino que tiene como horizonte a Lee Abbott.
Es cierto que la película contiene una repetición estructural de la precedente. Pero eso no es ninguna falencia si se sabe conducir. Es más bien lo contrario, y en este caso la repetición formal da cuenta de una ampliación: ambas películas cuentan con una serie de tres secuencias donde todo peligra y vemos a los personajes funcionar en paralelo, puestos a prueba, pero si antes terminábamos con el audífono conectado al equipo de la casa, ahora terminamos con el audífono conectado a una estación de radio. Es apenas un McGuffin, pero la familia Abbott avanza, va reparando heridas y conquistando territorios. Lo que se despliega lentamente y paso a paso es la voluntad de vivir que los Abbott vienen a instalar. No hay que olvidar que aunque en la condición trágica se acepta lo perdido, también se reconoce la fuerza que existe detrás, porque la tragedia no termina en la fatalidad. El punto de regreso al origen es claro: tal vez si cortamos la desesperación y hacemos silencio empecemos a mirar, y tal vez si miramos encontremos la posibilidad de movernos. Eso sí, tal vez implique llevar las cosas hasta el final, porque al final del día, ¿se puede salvar al mundo sin entregarse?