Una película de clase B interpretada por actores de clase A. Esa es la fórmula que vuelve tan atractiva a Un lugar en silencio. No es que Hollywood nunca haya ensayado estas combinaciones. Al contrario, las intenta una y otra vez. Si resulta lograda en este caso, es porque se mezclan lo mejor de ambos mundos.
Clase B es el argumento apocalíptico, clasificable como horror fantástico: en un futuro cercano, la humanidad es atacada por unos monstruos voraces con unos oídos ultrarrefinados. No pueden ver, ni oler, pero escuchan casi cualquier ruido y devoran a quienes lo producen.
Clase A es Emily Blunt, también John Kransinsky –quien aquí cumple las funciones de protagonista y de director– y los dos niños que encarnan a sus hijos: Noah Jupe y Millicent Simmonds. Con ese elenco, la película consigue transmitir todo el espectro de emociones imaginables en un planeta devastado donde un simple sonido puede significar la muerte de la persona que lo emite.
Por supuesto, el planteo argumental es fascinante y original. Genera una fuerte restricción narrativa que potencia el drama: los personajes no pueden hablar; se comunican por señas, y aunque los subtítulos en español aclaran lo que no necesita ser aclarado, la cualidad de esa comunicación muda tiene un poder sugestivo enorme.
La expresividad de los rostros y de los gestos adquiere un sentido de supervivencia que nunca había sido resaltado hasta ese extremo en un producto comercial. Claro que la ausencia de voces no implica la ausencia de banda sonora, que es manejada con la sutileza suficiente como para que el contraste entre el silencio humano y el subrayado dramático musical no atente contra el sentido del suspenso y del terror.
No hace falta decir que ni de lejos se trata de un homenaje al cine mudo. Krasinsky no es un cineasta intelectual que juega con los géneros, es un narrador clásico, que cree en lo que está contando y se lo hace creer a quienes se los cuenta. Si hay nostalgia es por el sentido humano del cine de bajo presupuesto de fines de la década de 1970 y principios de 1980 (el de John Carpenter, sobre todo) pero con los efectos especiales infinitamente mejorados.
Esa potencia humana, sostenida por los actores, se complementa con el modo gradual en que el director va exponiendo la dimensión de la tragedia que vive la familia, en un exquisito paralelo visual con la forma progresiva en que va revelando a las criaturas ciegas y voraces. En ese punto, puede decirse que se trata de un trabajo virtuoso, porque Krasinsky resuelve en sus propios términos el dilema de cuánto hay que mostrar y cuánto hay que ocultar en una película de terror.
Bajo la premisa clásica de que el miedo no es susto sino verdadera empatía, ofrece lo que tal vez sea la mejor película de género del año.