Historias de familia
La premisa inicial de Un lugar para el amor es mostrar el amor desde tres puntos de vista diferentes, los de tres integrantes de una familia tipo (evitemos el adjetivo disfuncional: ¿qué familia no lo es?). El del padre, un hombre maduro que ha sido abandonado por la madre de sus hijos y no consigue dar vuelta la página; el del hijo menor, un adolescente virgen, tímido y romántico en busca de su primer amor; y el de la hija mayor, una adolescente superada que descree del romanticismo y va directo al grano: el sexo. Los tres son escritores -su apellido es un homenaje: Borgens- o en vías de serlo: el padre, ya consagrado; los hijos, aspirantes a seguir sus pasos. El planteo, del estilo Historias de familia, mezcla de comedia romántica y película con adolescentes, es atractivo. Si a esto le sumamos un director debutante y cierta pátina de cine independiente estadounidense, está todo dado para pasar una agradable hora y media.
Y, en efecto, una parte resulta placentera. Hay diálogos agudos (“sos un gran escritor, no gastes tu imaginación en mí”), chistes efectivos (“hoy te ves inusualmente animado, ¿descubriste los antidepresivos?”), situaciones bien presentadas, una excelente banda de sonido (Josh Boone, el director, trabajó en una disquería durante años y dirigió un sitio de crítica musical), buenos actores (sobre todo Greg Kinnear, el padre), continuas referencias literarias -se cita a Flannery O’Connor, Raymond Carver, Stephen King, y la lista sigue-, y fuertes personajes femeninos: ellas tienen la sartén por el mango y son las que empiezan y terminan los romances. Pero...
A los 40 minutos, la cuestión empieza a ponerse empalagosa. Van apareciendo algún que otro golpe bajo, lugares comunes made in Hollywood, previsibilidad, demasiada camaradería familiar, demasiado espíritu navideño y del Día de Acción de Gracias. Y ahí, agazapado en un rincón oscuro, amenaza el temible fantasma del Final Feliz Para Todos...