¡Qué lindo que es la familia unida!
¿Puede haber una película más conservadora que una que empieza el Día de Acción de Gracias, con la familia más desunida que los Ewing, y termina justo un año más tarde, con la familia más unida que los Campanelli? Conservadora no sólo por su carácter tranquilizador en relación con los conflictos familiares, sino por la medrosa matemática de su arco dramático, atado por un guión que funciona como malla de contención. Y eso que Un lugar para el amor (¡qué título jugado, amigos!) no transcurre en casa de Charlton Heston o Sarah Palin, sino en la de una gente tan progre como son, se supone, los escritores. Tres escritores, a falta de uno: los dos hijos heredaron el oficio de papá, el celebrado William Borgens. Lo cual no habla muy bien de papá ni de los hijos-clones, y de paso deja parada como el traste a mamá, la única de la familia que no escribe. ¡Con razón se fue de casa! Pero ya va a volver: el tiránico guión la obliga a hacerlo, para que todos sean felices y coman perdices. Pavo, perdón. ¿Qué cosa? ¿El guión? No, el plato principal del Thanksgiving Day.
Se entiende que Borgens haya quedado “pegado” a su ex, tal como señala el título original, que tampoco es una maravilla de la creatividad universal: Stuck In Love. Cómo no va a quedar stuck in love el hombre si estuvo casado con Jennifer Connelly. Igual, de ahí a que ponga un plato para ella en las cenas de Acción de Gracias, por si a la morocha se le ocurre volver justo ese día, hay unos cuantos pasos. Los que van del enganche a la zoncera, podría pensarse. ¡Pero el guión termina dando la razón a su zoncera! Lo que está mejor, porque es más loco, más de comedia y más perverso (Stuck In Love es lo que suele calificarse, con esas calificaciones tan conservadoras como la propia película, de “comedia dramática”) es que el tipo (lo interpreta el gran Greg Kinnear, un actor que el cronista no sabe si es tan bueno como cree o si simplemente le cae tan simpático que le gustaría ser su amigo) va todas las noches a casa de su ex, a fisgonearla por la ventana. Corriendo el riesgo, claro, de verla revolcarse por el piso con su nueva pareja.
La nueva pareja de Jennifer es –como para que quede bien claro que la chica la pifió grosso en la elección– un fisicolturista que pega tanto con ella como Schwarzenegger con Nastassja Kinsky. Cabreada con mamá porque la vio curtiendo con el amante, su hija Samantha (Lily Collins, el ser humano más parecido a Jennifer Connelly que hay sobre la Tierra) repite la conducta que odia (un Lerú de Psicología ahí), volteando flacos como patos de kermesse... hasta que encuentra, claro, el que le mueve el piso. Su hermano Louis la odia, porque Samantha logró hacer lo que él en el fondo querría, pero no se anima: ser escritora. Cosa que la chica logra estando en el college: precoz para todo, la nena (a propósito, debe señalarse que después de ser Cenicienta y Cazadora de sombras, Lily Collins se puso tan a punto de caramelo que logra ensombrecer a la mismísima Connelly). Ya se ocupará el guión (¡capaz de hacer que Stephen King llame por teléfono al pajaroncillo de Louis, de quien es el máximo ídolo literario!) de que la promiscua conozca el amor, que el que no se animaba se anime, que el que dejó la escritura supere su bloqueo y que mamá vuelva a casa, como en un tango, el mismísimo día que representa, en Estados Unidos, el de los buenos deseos y la unión familiar.