Si directores como Hawks o Ford caracterizan el período que ha dado en llamarse la edad de oro del cine en la que se afianzan y alcanzan su cumbre máxima los géneros, y nombres como los de De Palma o Godard marcan el surgimiento de lo que suele denominarse como modernidad, cuando la mirada ya no se dirige de manera inocente hacia el mundo sino que la realidad es observada a través del cine y de su historia (De Palma en especial es el estudioso del que probablemente sea el nombre que mejor sintetice las aspiraciones y posibilidades de la era clásica: Hitchcock), entonces Werner Herzog vendría a ser una especie de estandarte solitario de una suerte de prehistoria cinematográfica. No importa que el alemán empiece a filmar en los 60, o sea, en el exacto momento del nacimiento del cine moderno (que ya se venía gestando desde el neorrealismo): sus películas parecen hechas antes incluso que los primeros cortos de los Lumière, hablan un idioma milenario que ignora conscientemente todo el desarrollo del lenguaje del cine hasta la fecha. Su tan conocida búsqueda de imágenes nuevas, nunca antes captadas por el ojo de una cámara, en vez de acercar más bien separa a Herzog de sus compañeros de generación: mientras que la nouvelle vague explora las calles de Francia renegando del estudio, o Wenders viaja alrededor del globo registrando el mundo a partir de una mirada educada en la cinefilia pero con una poética marcadamente personal y contemporánea, lo de Herzog es más precisamente un movimiento hacia atrás, un desajuste con el tiempo de su época; un viaje al revés encaminado hacia los albores nunca vistos del cine, a una era lejana que pareciera nunca encarnó realmente en la historia del cinematógrafo, único arte originario del siglo XX e inventado (las películas de Herzog también son originarias, arcaicas en el sentido más insondable del término). La exploración elemental de Herzog, su continua indagación por el hombre desde una óptica mítica, puede apreciarse no solo en películas que transcurren en el pasado, como Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo, sino que a veces hasta se nota más intensa cuando el director dispara su mirada sobre el mundo actual, como ocurre en los documentales La soufriére o El gran éxtasis del tallador en madera Steiner: allí una ciudad abandonada por la amenaza de un volcán en erupción o la competencia de salto de esquí devienen puro primitivismo, signos de un pasado remoto que únicamente Herzog con el cine (en sus manos un verdadero ritual de luz y tiempo, una hechicería tecnológica) desentraña y captura, recordándonos incansablemente que somos algo más que lenguaje y sociedad, que alguna vez fuimos (y quizás todavía somos, pero lo olvidamos) otra cosa. En estos terrenos míticos, sus personajes tienen motivaciones que se nos escapan, que eluden de antemano cualquier intento de psicología: el héroe herzogiano es pura pulsión atávica, lo empuja un instinto ancestral que es el verdadero corazón de su cine. Esa pulsión y ese arcaísmo, vital, inefable, que se agita secretamente en los planos y en las criaturas de Herzog (ficticias o no), constituye una suerte de ruido en el mundo contemporáneo, un eco distante y perdido que reverbera en cada fotograma y nos interpela, misterioso, como nunca lo había hecho arte alguno. Para mí, sus películas siempre hablan de lo mismo: de la persistencia silenciosa de ese misterio.
Ya desde el principio, la Nueva Orleans herzogiana se nos presenta como un terreno complejo: la película comienza con un plano de una víbora nadando sobre el agua que inunda una cárcel después del paso del huracán Katrina; la ciudad da paso a la naturaleza, la recibe, y ambas se funden en un abrazo siniestro. Como en otra escena en la que se atropella a un cocodrilo en medio de una ruta; Nueva Orleans es un territorio ambiguo, donde se diluyen los contornos habituales entre civilización y naturaleza. En esa zona de cruces transcurre la historia de Terence McDonugh, el maldito policía del título. El trailer nos incitaba a pensar que McDonugh era un buen policía que por culpa de un accidente se volvía drogadicto, violento y traicionaba a su institución. No es la primera vez que un avance nos engaña vilmente: el McDonugh de Herzog es un sinvergüenza máximo desde siempre, y eso queda bien claro ni bien aparece en pantalla, cuando no duda en extorsionar a un compañero con fotos íntimas de su esposa. Sin embargo, cuando temíamos encontrarnos con otro film del montón sobre policías corruptos, la escena que sigue se encarga de pintar a McDonugh como un personaje impredecible, que escapa a los compartimentos muchas veces estancos de los estereotipos cinematográficos: el detective se burla sádicamente de un preso que está a punto de ahogarse pero, inexplicablemente, enseguida se arroja al agua para salvarlo; esa caída, nos enteramos después, es la que le acarrea un problema en la espalda que va a ser el desencadenante de los problemas con la droga de McDonugh. En este sentido, la belleza de la historia que nos cuenta Herzog es que nunca llegamos a conocer del todo las motivaciones del protagonista: a primera vista parece que todos sus movimientos están ligados con su necesidad de drogarse y su afán de hacer dinero fácil apostando al béisbol, pero las breves aunque numerosas lagunas del guión y la ausencia de diálogos explicativos hacen que las acciones de McDonugh se mantengan grises y no puedan reducirse a móviles transparentes.
Quizás esa sea la diferencia más radical con respecto a Un maldito policía de Abel Ferrara (de la cual, más allá de algunos puntos de contacto, la de Herzog no es una remake): mientras que Ferrara, para exhibir la podredumbre de la sociedad de la época, operaba sobre su personaje una condena moral (condena que se trasluce especialmente sobre el final, cuando el protagonista toca fondo para luego redimirse sorpresivamente), Herzog transita por un camino muy distinto: lo suyo es contar una historia que progresivamente se va enrareciendo y alejando del mundo actual; el relato se contamina de elementos alucinógenos y por momentos la película se torna inconcebiblemente irreal, casi mágica. Herzog, incluso situado en una producción de gran industria y con actores de renombre, es capaz de pergeñar una película personalísima que, en el fondo, conserva intacta la búsqueda de su cine. Las decisiones de McDonugh, el universo que lo rodea y lo precario de su equilibrio (las iguanas no son más que el signo de una irrupción oscura, que se torna inquietante por el hecho de no poder encajarla en algún rótulo simple del tipo “invención de la mente de McDonugh”: su carnadura, aunque fantástica, es demasiado real para la película, entonces si alguien delira no el policía, es el propio film) van resquebrajando lentamente el relato, y desde lo visual surgen momentos donde la estética se rompe para dar paso a un registro que nada tenía que ver con el anterior (por ejemplo, los planos con cámara en mano, ralenti y música extradiegética con que el director filma las iguanas). No deja de asombrarme la enorme cintura que tiene Herzog para hacer una de las películas más libres, gozosas y memorables del año en el corazón mismo de una industria por lo general anquilosada y poco dada a los riesgos. Bajo los ropajes del género y el mainstream, late una película misteriosa, anómala, que continúa la tradición herzogiana de acercarse y explorar al hombre desde un lugar atemporal, bien lejos de los estereotipos y la psicología de la época. McDonugh, como Aguirre, Fitzcarraldo o Reinhold Messner (el protagonista de Gasherbrum, la montaña luminosa) es una figura opaca, inclasificable, empujado por resortes que nos son extraños, que escapan a nuestro modo de concebir el arte o el mundo. Acaso el final sirva para resumir esto: después de un tiroteo, McDonugh ve, él solo, el alma de uno de los acribillados bailar. “His soul is still dancing” dice (seguramente la línea más hermosamente lunática del año), acto seguido, la cámara nos hace partícipes de la visión: al lado del cuerpo abatido, otro igual (el alma señalada por McDonugh, suponemos) está bailando breakdance. No hay música de fondo, no hay planos de rostros impresionados, solamente el bailarín fantasmal. No recuerdo haberme sentido tan impresionado viendo una película con una escena tan despojada, tan carente de artificios: tiene algo de mágico ese plano, de verdadero encantamiento que toca alguna fibra sensible de mí; algo que no puedo (ni quiero, tampoco) explicar con palabras. Algo similar me pasa mientras termino este texto, para mi gusto, demasiado vago e indefinido: quiero decir muchas cosas sobre Herzog y Un maldito policía en Nueva Orleans, pero a la vez no estoy seguro de estar diciéndolas bien, como si todo el tiempo se me escapara algo, o no encontrara las frases justas para explicarme. Es que, una vez más, el cine de Herzog nos interpela: está bien que la lengua empleada nos sea desconocida, porque nos habla de cosas nuevas, que no caben en las palabras como las conocemos.