La mueca bruta de muchos policiales
Rara avis por donde se la mire. Un maldito policía es mixtura salvaje entre el desenfreno de Abel Ferrara cuyo film de 1992 sirve de "excusa" , el oportunismo del actor y productor Nicolas Cage, y la visión surreal/grotesca del realizador Werner Herzog. Un cóctel semejante e impensable que, sin embargo, ha sido posible.
Si, por un lado, se recurre a la película original, no se puede dudar de su carácter de remake imposible. Sólo Ferrara pudo haber filmado algo semejante. Sólo él es capaz de marcar a fuego en el recuerdo uno de las personajes más crudos del último cine. (No habrá quien olvide la famosa escena masturbatoria del derruido lieutenant Harvey Keitel). Por parte de Herzog, otro carácter tanto o más indomable e inclasificable, sólo decir que hace lo que debe: una película propia e imposible; vale decir: un falso remake, con Cage de protagonista, y en tono policial noir.
New Orleans es el ámbito elegido. Los efectos del huracán Katrina muestran sus huellas, mientras una víbora de agua serpentea los barrotes de una cárcel inundada. La naturaleza ha hecho escuchar su rugir y, como se sabe, en el cine de Herzog sólo un espíritu animal como el de Klaus Kinski (Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo) puede aceptar el desafío. Nada de ciudad carnaval o cuna mítica de jazz, sino restos de un hábitat inundado donde prolifera una fauna desbordada.
Si Cage no puede ser, nunca, Kinski, que se transforme. Si en Aguirre... (1972) el actor desenfrenado utilizó un arnés para sumar una joroba, aquí Cage deberá cargar con otro peso. Un golpe en la columna lo deja retorcido para siempre, con un hombro más alto que el otro. Cage se vuelve caricatura de sí mismo. Si su perfil es impensable para el de un policía maldito, aquí se transforma en el ánima renacida de la ciudad selvática y delirante de Herzog.
Como si se tratase -y tal vez lo sea de un guiño alla Dirty Harry, o a tanto cowboy de gatillo rápido, el lieutenant de Cage se pasea con su gigante Magnum 44 aferrada a la cintura. Una imagen grotesca, que comienza a extrañar cada vez más el entorno de disparate dark que le rodea. Drogas, alucinaciones, corrupción, medallas y ascensos, hasta un paroxismo burlón, a partir del cual se le pide al espectador que se crea todo lo que ve, como si de un mal chiste se tratase.
¿Qué es lo que queda entonces? Queda un film atípico, por fuera del canon hollywoodense -afín, así, al espíritu de Ferrara (quien, como se debe, ha hablado pestes de Herzog) , proclive a ser vilipendiado: porque no se trata de otra cosa más que de la mueca bruta de tanto film policial reaccionario.
Desde un límite a veces tambaleante, el policía maldito de Herzog manifiesta la artesanía de un realizador que, con la gracia de tanto cine sobre sus espaldas, sabe cómo manejar su joroba, tan deforme y desconcertante como las mismas risas drogadas de Cage, mientras observa bailar las almas de los difuntos.