Cuando la vida parece un mal sueño
Un Nicolas Cage atenazado por el dolor de espalda y distraído por el alegre consumo de drogas duras lleva el peso de un film ciertamente anómalo para los grandes estudios de Hollywood, que probablemente tenga destino de película maldita.
Aunque su obra hasta ahora casi nunca lo había manifestado, hace ya más de una década que el alemán Werner Herzog está radicado en la ciudad de Los Angeles, no muy lejos de esa colina que aún luce orgullosa unas letras blancas un poco torcidas que dicen “Hollywood”. Sin embargo, a fines del año pasado, en la Mostra de Venecia y en el Festival de Toronto, el gran director de Aguirre la ira de Dios, El enigma de Kaspar Hauser y Fitzcarraldo entregó no una sino dos películas de neto cuño estadounidense, al menos por sus escenarios y por sus intérpretes, aunque no necesariamente por su manera de concebir el cine, que sigue siendo única, y ajena a eso que se suele llamar “industria”.
Un maldito policía en Nueva Orleans (que es la que hoy se conoce en Buenos Aires) y My Son, My Son, What Have Ye Done (de estreno local incierto) también marcan el regreso en pleno de Herzog al universo de la ficción, que tenía bastante abandonado desde que había puesto casi todos sus esfuerzos en el cine documental, donde entregó últimamente algunas maravillas como Encounters at the End of the World (2008), que le valió una candidatura al Oscar y una butaca en el Kodak Theatre en la última ceremonia de la Academia de Hollywood. No es el caso de estas dos nuevas películas, de un grado de anomalía para el sistema de los estudios y para el gran público que hace que no resulte aventurado augurarles un futuro de auténticos “films malditos”, en el sentido que alguna vez definió Jean Cocteau: el de esas películas que pasan inadvertidas o no son apreciadas en el momento de su estreno y que con el correr de los años –por su naturaleza OVNI, por su excentricidad esencial– se convierten en raros objetos de culto.
Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans venía muy comentada en los medios especializados, porque ya desde su título insinuaba una remake del recordado film de Abel Ferrara protagonizado por Harvey Keitel. Pero si aquel Maldito policía (1992) era en su médula, más allá de su anécdota, una suerte de trip católico del protagonista (y, a través de él, del propio Ferrara) hacia un Purgatorio donde expiar todo tipo de culpas, el de Herzog no podría ser en cambio un film más agnóstico.
De la película original, ahora reescrita por un tal William Finkelstein, no ha quedado absolutamente nada de la imaginería cristiana que poblaba el film de Ferrara. Y de su trama se adivinan apenas retazos, sobre todo la debilidad del protagonista por todo tipo de drogas duras, a toda hora. Que ese personaje esté ahora a cargo de Nicolas Cage, uno de los actores más proclives a la sobreactuación del Hollywood actual, y en manos del director que inventó a Klaus Kinski, no hace sino potenciar los desbordes de una película que, sobre todo, abjura del naturalismo al uso televisivo para encontrar, en cambio, una estética que quizá no sería del todo aventurado definir como neoexpresionismo trash.
Los Estados Unidos que descubre Herzog son una suerte de territorio de la imaginación, el mal sueño que un alemán puede tener de una película de policías norteamericana. Está ambientada en Nueva Orleans después del paso del huracán Katrina y la ciudad aparece tan despojada y desierta como aquella aldea abandonada por la inminente erupción de un volcán, que Herzog encontró en La soufrière (1977) o el pueblo desmantelado de The Wild Blue Yonder (2005), que un desquiciado Brad Dourif –presente también en este Maldito policía– afirmaba había sido la base de una colonia extraterrestre.
En este contexto apocalíptico, el teniente Terence McDonagh (Cage) se empeña en resolver el caso de una familia de inmigrantes ilegales que ha sido asesinada, pero se distrae –y la película alegremente con él– consumiendo todo tipo de drogas y visitando regularmente a Frankie (Eva Mendes), una prostituta de lujo y su única amiga en el mundo. Que Terence sufra de terribles dolores de espalda no es algo accesorio sino central al film: es la excusa con la cual Herzog filma siempre a Cage –que luce un viejo, desproporcionado revólver en el cinto a la manera de un film noir de los años ’40– como si fuera un Golem, una extraña mezcla del actor alemán Emil Jannings con el legendario Charles Laughton de El jorobado de Nôtre Dame.
En su Bad Lieutenant, Herzog utiliza personajes estereotipados por Hollywood –el maldito policía, la prostituta, los dealers– para observarlos a través de una lente absurda y deformante, casi como si estuvieran vistos a través de los ojos de esas iguanas que aparecen de modo recurrente en el film. De hecho, hay incluso alguna toma “subjetiva” con el punto de vista de estos animales que confirma no tanto una atmósfera onírica sino más bien drogona, como si la película toda –y sobre todo la escena del muerto que baila– se hubiera contaminado de la infinidad de sustancias que consume su protagonista.