Desde el abismo
Un thriller alucinado, desmesurado, de humor sombrío.
Para disfrutar Un maldito policía en Nueva Orleans, de Werner Herzog, se recomienda: 1) no compararla con Un maldito policía (1992), de Abel Ferrara 2) no centrarse en la trama policial 3) no tomarla con solemnidad. Herzog, amante de los personajes enajenados, arrebatados por la excitación, la megalomanía, la autodestrucción, el delirio y la desmesura (recordar Aguirre, la ira de Dios), trabaja la actualidad desde el desborde, la alucinación y la ironía: con humor sombrío. La aclaración parecerá innecesaria. No lo es.
Hagamos lo que recomendamos no hacer en el punto uno. En Un maldito policía (a secas) -supuesta inspiración del filme de Herzog, aunque Herzog asegura que no vio el de Ferrara- el policía interpretado por Harvey Keitel descendía, sin frenos, al íntimo infierno del descontrol, las adicciones, la corrupción y, sobre todo, la culpa (cristiana). El teniente Terence McDonagh (Nicolas Cage), no menos desequilibrado ni corrupto ni atormentado, es, sin planteárselo, iconoclasta. Su mundo -el interior y el que lo rodea- no tiene Dios, ni Estado con reglas justas, ni replanteos psicológicos o sociales. Su mundo no tiene ética ni culpas ni redenciones posibles.
La trama transcurre en Nueva Orleans tras la catástrofe del Katrina. Un ámbito opresivo, impiadoso, pesadillesco, apocalíptico: plagado de reptiles que, en algunas escenas, se adueñan del punto de vista del filme. Da lo mismo -como en todo lo demás- que existan o que sean alucinaciones de McDonagh, quien consume todo tipo de drogas, en especial cocaína; padece insomnio crónico (lo que exacerba su irritabilidad, su desestructura psicológica y su sensación de irrealidad); se contrae por dolores de espalda y se va endeudando por su adicción al juego. Excitado full time, debe resolver el asesinato de una familia senegalesa. Por momentos amaga con ponerse en el lugar de un héroe clásico; por otros, por muchos otros, en la vereda de enfrente. Sus excesos lo hacen oscilar entre el bien y el mal; el problema es que tal división moral no parece existir para él; actúa por mero instinto: los satisface y los padece en forma inmediata. Eva Mendes interpreta a su extraña pareja/amiga, adicta y prostituta; Val Kilmer, a un compañero inescrupuloso.
Pasemos a un tema bravo: Cage. Sin chistes sobre sus implantes capilares ni críticas a sus excesos histriónicos, digamos que esos mismos excesos son funcionales a este papel. ¿Quién mejor para interpretar a un personaje desbordado hasta el paroxismo, en gradual deformación física y mental, casi paródico? Herzog no se equivocó al elegirlo. (Claro: si Klaus Kinski viviera, el papel lo habría hecho él y acaso nos habríamos sentido casi ante un documental).
La escena en que, tras una balacera, Terence pide que rematen a un muerto porque "su alma todavía baila" -y Herzog nos muestra no un cuerpo inerte sino la alucinación del policía- es antológica. Sobre la base de un thriller, género que no lo desvela, el director de Fitzcarraldo filmó una ácida y lisérgica radiografía de una sociedad alienada, abusiva, devastada, individualista. El trabajo sobre los espacios, en una Nueva Orleans carente de clichés, es impecable; el humor, corrosivo. Es evidente que la degradación y la desestructura psíquica de los personajes le interesan al director más que la resolución de la trama. Terence es, a su modo, pasional. Pero jamás ante un estímulo humano: su búsqueda, frenética, es de excitación química o material. Cualquier parecido con personajes o situaciones reales es pura intención de Herzog.