Únicamente un director del talento y la osadía de Werner Herzog es capaz de llevar adelante un film tan anómalo y cautivante que se aparta rotundamente de su aparente versión original (de remake no tiene un ápice) donde la pátina cristiana prevalecía sobre la supuesta decadencia moral. Esta reinvención del personaje encarnado nada menos que por Nicolas Cage, cuya habitual sobreactuación se amolda de forma perfecta con la caracterización, es sin duda el mayor hallazgo que el director de Fitzcarraldo haya hecho y, lo más importante, un espaldarazo para un actor que había entrado en la pendiente de la decadencia y la ridiculez. Parte de ese logro se debe al tono desatado que el film sostiene sin ningún forcejeo con la trama, una mezcla de policial común con la sobreexposición de los estereotipos que pasan por el ojo deformante de la cámara, contagiándose de los efectos lisérgicos que irrumpen a cada minuto en el derrotero de este detective corrupto atrapado en un círculo vicioso. Un film agnóstico y mordaz que se permite arrojar los dardos ponzoñosos sobre los valores de la cultura Norteamericana, las redenciones hollywoodenses y la corrección política para mostrar una ciudad putrefacta tras el demoledor paso del huracán Katrina...