Los reptiles de Herzog
¿Es una comedia? ¿Es una parodia (o quizás una purga psicoterapéutica) de Nicolas Cage interpretándose a sí mismo? ¿Es una lectura lúcida y una crítica humorística del cine estadounidense en manos de un maestro de la década del 70? Lo que seguro no es Un maldito policía en Nueva Orleans, precisamente, es una remake de un clásico de los ’90, Maldito policía, del gran Abel Ferrara: Nueva Orleans no es Nueva York, Cage no es Harvey Keitel y, si bien ambas películas transitan el infierno terrenal, la densidad teológica de Ferrara es aquí sustituida por la inteligente comicidad darwiniana del legendario Werner Herzog.
Los planos de apertura son una clave hermenéutica: una serpiente acuática se desliza por el agua y unos títulos nos advierten que estamos presenciando las consecuencias del huracán Katrina. Es un territorio hundido y de sobrevivientes. Una pareja de policías, en medio de la catástrofe, se encuentra con un preso bajo el agua. Terence McDonagh (Cage) saltará y salvará al prisionero. Su hazaña le afectará la espalda por el resto de su vida.
Seis meses más tarde, McDonagh tendrá que resolver un caso de drogas: una familia senegalesa ha sido brutalmente asesinada. Hay un testigo y sospechosos. El teniente, que no sólo toma analgésicos para calmar su dolor de espalda, sino que vive aspirando y fumando lo que le pase por el frente, dirigirá el caso. No habrá límites para este jugador empedernido y adicto sin cura, hijo de un padre alcohólico (y también policía), que tiene deudas astronómicas y una enamorada cuya profesión es la más vieja del mundo. La heterodoxia es su estilo, la transgresión de las leyes un método de trabajo.
La resolución narrativa y las subtramas del filme poco importan, aunque las habrá y son todas sin excepción una gran carcajada respecto del universo moral y los reduccionismos filosóficos de los policiales hollywoodenses de la actualidad. Pero lo que interesa aquí es la atmósfera y el uso histriónico de clisés como elementos de indagación de tipos culturales. En la exacerbación de las conductas de todos los personajes, lo grotesco y lo hiperbólico figuran un embrutecimiento cultural (y un desarrollo evolutivo).
En efecto, Herzog ve EE.UU. como una nación de reptiles (más o menos civilizados). No solamente Cage ve y escucha iguanas que cantan, o se topa con cocodrilos que cruzan las autopistas (y eventualmente espían desde la banquina), o ve entrar en escena un reptil cuando se sorprende ante el alma danzante de un mafioso recién acribillado, sino que sugiere, además, que, tras el Katrina, el caos y la supervivencia precipitan un tipo de conducta en la que el componente reptílico de nuestro cerebro domina las acciones. Si Herzog ha leído o no la teoría de los tres cerebros de Paul McLean es lo de menos: los ritos, la agresividad, la territorialidad, las bandas y sus líderes son rasgos y prácticas paradigmáticas de sus criaturas. Cage es puro instinto, y lo primitivo define todo lo que está a su alrededor.
Quienes esperen encontrarse con el realizador de Fitzcarraldo y una película semejante, quizás experimenten una gran decepción. Éste es un Herzog camuflado, homeopático, escondido (y protegido) detrás de un género y trabajando en el seno de una industria foránea. Sin embargo, la demencia y el extremismo del personaje de Cage remiten a la especialidad de Herzog y a su famoso alter ego vehiculizado por Klaus Kinski: la locura, la risa, el fanatismo y el desenfreno de Cage (en uno de sus mejores trabajos) representan la afición de Herzog por ir más allá de la razón y confrontar con una experiencia extrema en donde la cultura ya ha perdido su eficacia simbólica y no nos protege de la condición animal.
Más documentalista que narrador, Herzog ha sido siempre un gran observador de lo desconocido y un explorador de lo extraño. Los pocos planos generales de New Orleans son devastadores, más todavía cuando en un pasaje elige mostrar el sueño inmobiliario de un traficante en un paraje desolado. La película es indirectamente un retrato de las consecuencias de una calamidad natural (y cultural): el caos es psíquico, formal y narrativo. Herzog juega con algunos planos casi subjetivos en los que asumimos la perspectiva de iguanas y cocodrilos. Es casi un despropósito, aunque una alucinación lúdica. También, a menudo, el típico plano secuencia en movimiento de Herzog persiguiendo a un personaje en medio de una selva, una peregrinación o un volcán se manifiesta aquí en el seguimiento a Cage de espaldas durante algún procedimiento policial. Es un plano reconocible para cualquier admirador de Herzog. Un maldito policía en Nueva Orleans no es una de sus películas más sofisticadas, aunque su cine ha sido siempre más salvaje que delicado.
“¿Los peces pueden soñar?”, pregunta el personaje de Cage. No hay respuesta, aunque mientras el teniente cavila sobre un cuestionamiento lógicamente absurdo, delfines, atunes y tiburones se deslizan en una piscina transparente detrás de él. De pronto ríe, como si hubiese comprendido algún misterio, tan impenetrable como el apodo de un rufián, G, que suele causarle mucha gracia. Herzog sugiere que la vida puede ser absurda, pero no deja por esto de ser misteriosa. Somos reptiles, pero podemos hablar, preguntar y soñar.