Los detectives salvajes
En las películas de David Cronenberg siempre parece haber algo así como un albur detectivesco. Las pistas del horror están ahí, se asoman en cuanto uno se adentra en ese territorio insular, aparentemente fuera de contexto que representa su cine; ese plano inclinado donde todo se desliza hasta el fondo con una precipitación feroz, animado por la convicción acaso melancólica de que el tiempo nos corre y de que corremos hacia el miedo como detrás de una revelación o un resto a descubrir de nuestra propia, desanimada humanidad que tiembla, no pocas veces de risa. Las películas de Cronenberg son, dentro del cine contemporáneo –en rigor vienen jugando ese papel desde hace décadas–, una excepción a cuanto las rodea en tanto se presentan como tragedias del cuerpo: hay una dicha particular que baila en el cine del canadiense, un cierto gozo profundo esbozado de refilón, con una exquisita malicia, que consiste en bordear el régimen de los géneros para volver con denuedo siempre al dictamen trágico, al reino del acontecimiento inevitable y de una incertidumbre que amaga ceder conforme avanza el camino del protagonista pero que, en cambio, termina fortaleciéndose prácticamente en cada plano.
Qué mejor idea entonces para Cronenberg que una película protagonizada por dos personajes que son especialistas en las variantes desconcertantes del síntoma y precursores célebres en el arte de recolectar detalles, detectar equivalencias y establecer analogías, todo bajo el dominio dudoso de una rigurosidad científica que se ve constantemente asediada, precisamente por culpa de ese carácter pionero: Jung y Freud, de estos dos monstruos se trata (en esta oportunidad Cronenberg dobla la apuesta y en vez de una criatura monstruosa entrega dos), construyen sus carreras celándose, vigilándose mutuamente, mirándose de reojo, sin querer reconocer en el inoportuno espejo las marcas del envilecimiento propio que denuncian para sus adentros en el otro. Lo deforme y peligroso está una vez más no al principio sino más adelante, en algún recodo que solo se intuye como un avatar misterioso de lo que los dos figurones llaman doctoralmente “curación”. Hasta que en un momento, Jung se mira la cara y observa inscripta en el pómulo la cicatriz que en un acto de rebelión le produjo Sabina, su antigua paciente y actual amante, esa presencia de mujer que parece primero un animal y después, digámoslo así, se humaniza. La tragedia, o mejor el melodrama (su variante pedestre olvidada por los dioses), se hace presente en Un método peligroso no con la forma de un golpe certero, una intrusión llegada con acompañamiento de trompetas y de efectos dramáticos, sino como una estría mínima en la escritura, un desvío o anomalía apenas visibles desgranados con desapego y elegancia (esa palabra maldita).
Cronenberg evita en todo momento el amaneramiento formal de la pieza de teatro que le da origen a la película, para dotar las secuencias con una especie de rara cadencia hipnótica, a mitad de camino entre la reconstrucción de diseño mimética del pasado, muy en el tono del cine mainstream de tema histórico, y la vocación a veces ostensiblemente falsa de sus planos, como ese fondo donde se dibuja parte de la ciudad de Nueva York, vista desde el barco que lleva por primera vez a los dos contendientes a los Estados Unidos: “Les traíamos la peste”, dice entonces Jung. La frase se asemeja a un disparo hacia el futuro, como un descargo concedido al gusto del espectador que busca reconocer los signos de una historia que le está dirigida de forma preferencial, sentado cómodo en su butaca, como un monarca en este tiempo presente. Pero en verdad esa frase, más que venir a enmendar en off la osadía solitaria de Cronenberg con el alivio engañoso de una defección banal, se encarga de describir en el tono de un desafectado pasado imperfecto lo que ocurre de modo casi inevitable en su cine. “Les traía malas noticias, les traía el horror”, podría decir el director desde el futuro. Pero eso los espectadores hace rato que lo sabemos: ya se trate de cine fantástico, cine de gángsters, biopic o lo que se nos ocurra, detrás del efecto tranquilizador que sus películas consiguen brevemente al coquetear con los géneros hay dinamita lista para explotar.