Un Momento de Amor (Mal de pierres, 2016) tiene poco de romántico y mucho de frustración sexual. En este sentido, el título original, Mal de Piedras, es más apropiado. Si hay momento de amor, está rodeado por interminables tramos de dolor y enfermedad.
Gabrielle es una chica de campo. Vive en la casona de su familia burguesa y está ansiosa por explorar su sexualidad. Se mete en un río, se sube la pollera y deja que el agua fluya entre sus piernas. Intenta seducir a su maestro de literatura y, cuando la rechaza, arma un escándalo en frente de todos sus conocidos. Como estamos en los años 50, a la protagonista se la considera una loca, por su sensualidad desenfrenada y sus ataques de ira. Y por lo tanto su madre, que no es ninguna adelantada a la época, le ofrece dos opciones: o se casa con un humilde obrero español, exiliado y veterano de la guerra civil, o ingresa en un instituto psiquiátrico.
Resignada, Gabrielle se convierte en la esposa del sacrificado José. Pero el matrimonio arreglado, obviamente, no la satisface, y sus deseos siguen errantes, en busca de un cuerpo ajeno donde depositarse. Todo cambia cuando a ella le diagnostican cálculos renales y le prescriben una estadía en un balneario, donde conoce a otro internado, también veterano, en su caso de la guerra de Indochina: el teniente André. Planteado así el triángulo amoroso, es bastante predecible lo que sucederá después, o no, porque la trama reserva algunas sorpresas para los últimos minutos.
Sin embargo, ninguno de los tres protagonistas parece un ser humano. Retomando el asunto del título y sus múltiples traducciones, es curiosa la versión en inglés: Del Terreno de la Luna. Y sí, los personajes podrían ser lunáticos en más de un sentido, una tríada de extraterrestres inescrutables. No es culpa de los actores, por cierto. El problema es que no tienen mucha tela para cortar. Marion Cotillard hace lo que puede como Gabrielle, quien es pura necesidad de disfrutar lo que se le niega. Es eléctrica y hermosa, llena de vitalidad y energía, pero está encorsetada por su rol, como si fuera una velocista a la que nunca dejan arrancar. El barcelonés Àlex Brendemühl, que conocemos por su interpretación de Mengele en Wakolda (2013), prueba infinitas variaciones de la paciencia y la sumisión, a las que le agrega una bronca subterránea que es lo más interesante de su actuación. Y Louis Garrel, que hace de André, es eterno misterio y languidez, cuerpo juvenil y ojos ancianos. Impenetrable, enigmático, opera en la narración apenas como objeto de contemplación para Gabrielle.
Que los tres sean buenos actores le aporta bastante al film, porque con sus gestos insinúan profundidades -de deseo, de bronca, de tristeza, de soledad- que ni el guión ni la dirección se encargan de excavar. Las imágenes están bellamente compuestas, sin duda. Hay un claro intento de evocar, a través de la cámara, la mirada sensual de Gabrielle. Pero en la estética hay algo de postal, de reel turístico, que nos aleja de lo carnal. Y los últimos minutos de la película confirman esta distancia, parecen darle la razón a la madre conservadora de Gabrielle. Intuyo que si la directora y co-guionista Nicole García leyera estas palabras le arrancaría la cabeza a quien escribe, y le diría que no, que ella celebra la sexualidad de su heroína. Es cierto que la película no juzga a su protagonista sino todo lo contrario, pero tampoco le ofrece la oportunidad de gozar. Justo cuando ella lo logra, se le niega la victoria. Es un potente giro melodramático, pero no sentimos del todo el golpe de la caída o el vacío de la pérdida, porque la aventura de Gabrielle con el teniente apenas está desarrollada. Lo que ella hace después, digamos que algunos entenderán como sabiduría y otros lamentarán como derrota.