Tras el éxito de El orfanato y Lo imposible, el director catalán rodó esta transposición de la novela de Patrick Ness sobre las desventuras emocionales de un niño de 12 años que acompaña la enfermedad terminal de su madre (Felicity Jones). La película alcanza sus mejores momentos cuando apuesta a lo fantástico (con un creativo uso de efectos visuales y la inclusión de bellos pasajes de animación artesanal) y remite al cine de Steven Spielberg, pero termina cayendo en el subrayado torpe y la manipulación emocional.
Una de las características principales del cine de Juan Antonio Bayona es su búsqueda constante de la complicidad de la audiencia, a la que invita a habitar unas ficciones neutras, sin aristas, que beben de imaginarios reconocibles. En El orfanato, uno detectaba guiños a películas de terror con cierta capacidad de transgresión, pero nunca abandonaba su pulcritud, nunca tomaba caminos arriesgados que pudieran incomodar a determinados espectadores. Esa circunstancia, sumada a una factura visual equiparable a la de las producciones anglosajonas mainstream de fantasmas, facilitó el nacimiento de un proyecto internacional de gran magnitud como Lo imposible. Un film que, en su día, hizo florecer interrogantes parecidos a los que ahora generan algunos thrillers patrios. ¿Hasta qué punto una superproducción de catástrofes rodada en inglés con estrellas de Hollywood puede considerarse española? ¿Hasta qué punto le conviene a nuestro cine adoptar las formas del cine industrial estadounidense? El público le dio la razón al director barcelonés, pero algo se perdió por el camino.
Lo imposible supuso también la consolidación de dos rasgos definitorios de la obra de Bayona, que siguen vigentes en Un monstruo viene a verme. Por un lado, su gusto por ofrecer elaboradas secuencias de acción de gran espectacularidad (el tsunami de su anterior película, las apariciones del gigante en su nuevo trabajo) y, por otro, su tendencia a golpear emocionalmente al espectador apelando a lo lacrimógeno. El film protagonizado por Naomi Watts y Ewan McGregor abusaba así de los subrayados sonoros y simbólicos para reivindicar el instinto de supervivencia humano y la solidaridad entre los miembros de una familia unida ante la tragedia. Quizás conciente de los excesos del desatado tramo final de Lo imposible, Bayona opta por una cierta contención emocional en Un monstruo viene a verme, que es, con toda probabilidad, su film más equilibrado. Ello no supone, en cualquier caso, que estemos ante una película sutil; el director español sigue moviéndose en el terreno de los sentimientos básicos y nos arrastra a un torrente emocional en el que habrá lugar para el cáncer, el maltrato escolar y la muerte. Todo ello en un relato que adopta el punto de vista de Conor, un niño de doce años que debe pasar de la negación a la aceptación de la grave enfermedad que sufre su madre.
Cuando las cartas con las que juega el film ya están sobre la mesa, advertimos que la vertiente fantástica del relato (manifestada en las llegadas de un monstruo en forma de árbol al que solo puede ver el protagonista) está íntimamente ligada a la evolución psicológica del niño. El gigante no es más que la manifestación de sus miedos y la vía para tomar consciencia de su situación personal. Esta suerte de aprendizaje terapéutico se producirá a partir de los códigos del cuento; cada relato que cuente el monstruo a Conor (con sus príncipes, sus reinas y sus seres mágicos) no será más que una alegoría de aquello a lo que se enfrenta el protagonista. La ficción, por tanto, ayudará a superar conflictos internos o familiares y el conjunto de la película asumirá dicho planteamiento en una clausura que incide en esa idea. Nunca el cine de Bayona había estado tan cerca del de Steven Spielberg, uno de sus referentes, sobre todo de E.T. El extraterrestre y Encuentros cercanos del tercer tipo.
La película, que al parecer es bastante fiel a la novela homónima de Patrick Ness en la que se inspira (el escritor estadounidense es el guionista), no es particularmente llamativa en sus decisiones formales, pero sí contiene fragmentos de animación de lo más sugerentes. Estos, que son obra de Adrián García, imitan las formas y los colores de la acuarela para ilustrar dos de las historias fantásticas contadas por el gigante. La impresión tangible y artesanal de las gotas de pintura animadas otorga una calidez al film de la que carecen las escenas dominadas por los efectos especiales, que resultan un tanto artificiosas e irreales. Lo más problemático de Un monstruo viene a verme no es, sin embargo, su estética sino su retórica. Bayona, que reincide en la complacencia antes mencionada, no puede evitar atar todos los cabos de su película y subrayar cada una de sus metáforas, hasta el punto de resultar algo redundante, limitando las lecturas interpretativas del espectador. El film pierde, así, buena parte de su misterio y uno acaba teniendo la impresión de que las emociones que nos despiertan los personajes no son espontáneas, sino forzadas por un guión y una dirección que nos dicen cuándo y por qué debemos llorar.