La nueva película del realizador español de “El orfanato” y “Lo imposible”, rodada en inglés con un elenco internacional (Sigourney Weaver, Felicity Jones y la voz de Liam Neeson) es un cuento sobre niños y monstruos demasiado literal y psicologista como para funcionar como relato de aventuras y suspenso. Una producción sólida y con buenos climas, pero a la que le falta potencia narrativa.
Se sabe –o, al menos, es un mito popular– que los argentinos somos las personas más psicoanalizadas del mundo, o los que mayor proporción de psicoanalistas por habitante tienen. Es dable pensar que una de las consecuencias de esa costumbre es la falta de una gran tradición de cine fantástico nacional. Si algo tiene el cine fantástico es la posibilidad de trabajar ese tipo de miedos, traumas y problemas de una manera en la que la imaginación y la aventura sean los motores de cambios y superadores de traumas. El cine de género se sostiene mucho en ese precepto: la aventura es la que transforma al personaje. Acá, bueno, acá hablamos con algún sujeto hasta que, quizás, algo se resuelve. O no.
Voy a arriesgar una teoría inversa: un país menos psicoanalizado genera un mejor cine de aventuras, de acción, de género fantástico. O debería hacerlo. Esas cosas que no pueden expresarse en palabras, esas metáforas que no tienen correspondencias lineales, se vuelven acción, movimiento, trampa, problema, solución. No se habla del trauma infantil: se mata al dragón. Y listo. Es por eso que me sorprende el fracaso relativo de UN MONSTRUO VIENE A VERME, de J.A. Bayona. Menos habituados a expresar en palabras sus traumas y temores, los directores españoles han hecho gala, históricamente, de un gran cine de género, en el que lidian con eso que no se dice pero que nos impide superar determinados momentos o situaciones en nuestras vidas.
Espero que no sea por la cantidad de argentinos que viven allí -o porque los directores se psicoanalizan-, pero lo cierto es que en la película la metáfora ha sido reemplazada por la literalidad, la aventura por la conversación y la imaginación por la sesión terapéutica. Se trata de una gran producción hecha por españoles en inglés, tiene un elenco de celebridades internacionales y combina una trama más o menos realista con personajes fantásticos, criaturas y gigantes. Pero no los pone en funcionamiento, no los convierte en motor de la aventura, ni de la acción. Los usan como literales manifestaciones de un conflicto del protagonista.
En la reciente EL BUEN AMIGO GIGANTE –y la mejor literatura/cine infantil de fantasía–, las criaturas mágicas existen para envolver a los protagonistas en viajes extravagantes, para hacerlos enfrentar criaturas, resolver problemas físicos, superar miedos a través de la acción, superar conflictos mediante el recurso de la aventura. El problema del niño cuya madre está al borde de la muerte en la película de Bayona se manifiesta de forma si se quiere “monstruosas”, pero apenas se expresan en la acción. Aquí el monstruo es un árbol gigantesco que tiene sesiones de terapia con el niño protagonista, con horario de cita y todo. No hacen más que hablar y contarse cosas. Y todas las metáforas visuales intrigantes y potencialmente poderosas del filme quedan reducidas a su explicación freudiana más banal y predecible.
Si bien es una película que celebra el arte, la imaginación y la creatividad, en el filme de Bayona está todo eso encorsetado por lo que finalmente es un drama acerca de un chico de unos doce años que vive el duro trance de atravesar la inminente muerte de su amada madre (Felicity Jones) y de convivir con su insoportable abuela (Sigourney Weaver). El monstruo que lo visita en sueños no lo lleva a un país de gigantes ni a atravesar selvas, matar dragones o enfrentar criaturas. No. Le habla. Le cuenta historias. Y le pide que el niño le cuente una, una que es evidente desde el primer minuto del filme. De vuelta, toda la imaginación de la puesta en escena y la belleza formal del filme queda atrapada en una literalidad de realismo psicológico que es desesperante. Es como si el extraterrestre de E.T. –la película de Spielberg– se sentara a hablar con Elliot para decirle cómo debe lidiar con su padre.
Sí, los monstruos, las criaturas y las pesadillas cumplen –o pueden cumplir– esa terapéutica función, pero la experiencia cinematográfica es la que debe ser priorizada en el cine fantástico, la que debería llevar a esos miedos y traumas (la ausencia paterna, la enfermedad materna) a resolverse mediante la acción: matar a la ballena, enfrentar a la bestia, atravesar el bosque oscuro. Si lo que el lobo va a hacer con Caperucita es sentarse a hablar no necesitamos ni lobos ni Caperucitas. Y la película sería mucho más económica y realista. Así, no es ni una cosa ni la otra. Es un drama sobre un niño que tiene que asumir la muerte de su madre que no se atreve a considerarse como tal y se disfraza de otra cosa para vender más tickets. Pero lo hace sin convicción y sin ánimo real de fantasía. Tal vez, ¿quién sabe?, ya haya demasiados argentinos por allí y les arruinamos la imaginación y las pesadillas a los españoles tirándoles por la cabeza nuestras Obras Completas de Freud.