El filme del catalán Juan Antonio Bayona que recrea la relación amistosa y de maestro-alumno entre un niño y un hombre-árbol cae presa de la literalidad y de una narración tortuosa.
Preparen sus pañuelos, espectadores. En Un monstruo viene a verme, el catalán Juan Antonio Bayona (El orfanato, Lo imposible) adopta como modelo viejos y nuevos filmes spielbergianos con niño y criatura fantástica (E.T., El buen amigo gigante) para plantear un drama tenebroso sobre los temores, ansiedades y culpas de la última infancia. El niño de 12 años Conor (un desoladoramente convincente Lewis MacDougall) se recluye en la soledad creativa (se dedica a hacer dibujos en su tristísimo escritorio) para evadirse del bullying escolar, la convalecencia de su madre enferma de cáncer (Felicity Jones), la custodia de una abuela estricta (Sigourney Weaver) y la ausencia del padre joven (Toby Kebbell).
La humanidad entre tanto vacío será hallada por Conor en la relación entre amistosa y de maestro-aprendiz con el paradójico único no-humano de la cinta: un árbol antropomórfico (con voz manipulada de Liam Neeson) que se erige en el cementerio parroquial del lugar y que cada tanto puede desprenderse de sus raíces para caminar a grandes zancos (su aspecto ominoso, vegetal y cenagoso hace pensar en una mezcla entre Bárbol y La Cosa del Pantano).
Será este ser fabuloso con poco sentido del humor el que ponga a prueba la psicología y la moral de Conor a través de tres relatos que ofician de separadores rítmicos de la película, proverbios alegóricos con forma de animación sobre la ambigüedad humana y los sacrificios vinculares. Tales lecciones con mensaje se suman a una cuarta y final historia que recae sobre Conor como faros que iluminan su tránsito a la madurez.
Si hasta acá todo suena remanido, solemne, tortuoso y excesivamente melodramático es porque el filme padece justamente de esos adjetivos defectuosos: como su personaje arbóreo, Un monstruo viene a verme es una entidad tambaleante, sobrecargada y vanamente ramificada, un deslucido filme que nunca deja crecer la fantasía pura a la que remite fatalmente desde la literalidad, a la vez que acentúa (o deja a la intemperie, como si la película fuera su propio niño desamparado) un combo de golpes bajos para hacer llorar de la peor manera.
Karate Kid narrado por Charles Dickens o Spielberg jugando a ser Sigmund Freud (inevitable percibir al hombre-árbol como un psicoanalista o un psicopedagogo), Un monstruo viene a verme recuerda a filmes recientes como La habitación o Donde viven los monstruos, en los que –fantasía o no de por medio– ser niño (y depender de una madre sola) nunca fue peor pesadilla.
Aunque la tragedia, en este caso, es ser educado con moralejas sin sabiduría.