Gilliam, unplugged
¿Tiene sentido decir que Terry Gilliam perdió la brújula? Porque más allá de ese norte ligado a un estilo visual bien definido, su cine siempre fue caótico, barullero, alucinado, tendiente a los extremos. En varias oportunidades la suerte no lo ayudó y su filmografía –una docena de largometrajes– incluye descomunales desastres de producción como Brazil y, más recientemente, El imaginario mundo del Dr. Parnassus, donde, a poco de comenzar el rodaje, sufrió la muerte de nada menos que su protagonista, Heath Ledger. Muchísimo menos ambicioso que esos dos films o su mayor éxito comercial a la fecha, 12 monos, Un mundo conectado (espantoso e injustificable título local para The Zero Theorem) semeja en esta etapa tardía de su carrera un clásico run for cover, ese término utilizado por Hitchcock para aquellas películas sacadas “de taquito”, antes de barajar y dar de nuevo. Previsiblemente, nada nuevo hay bajo el sol en esta fábula futurista en un universo devorado por el hiperconsumo que se presenta, desde la primera hasta la última imagen, como una sumatoria de clichés de la antiutopía social.
La película es, en gran parte de su metraje, una suerte de unipersonal del vienés Christoph Waltz (favorito de Tarantino desde su inolvidable creación en Bastardos sin gloria), aquí pelado al ras y en la piel de Qohen Leth, empleado modelo de una megaempresa dedicada a... vaya uno saber qué cosa. Leth encarna la última versión del científico pirado, un híbrido Kafka-orwelliano atrapado en su propio laberinto de neurosis y anhelos espirituales. El diseño de producción recuerda, por momentos, al de Brazil, aunque su escala resulta infinitamente menor: el film fue rodado en poco más de treinta días (en Rumania, uno de los países productores) y la historia transcurre, en gran medida, en un único set, una ruinosa iglesia que hace las veces de aparatoso y barroco hogar para el protagonista. La llegada de una atractiva joven a la vida del solitario Seth, sumada a un encargo especial del dueño de la empresa (Matt Damon en plan cameo), pone patas para arriba su ordenada vida, poniendo en riesgo no sólo su integridad física, sino, fundamentalmente, una psiquis que parece sostenerse con la firmeza de una torre de jenga.
El resto son viejos trucos y chascarrillos y da toda la impresión de que Gilliam delegó bastante de su poder a los departamentos de arte y diseño. Hay algo esencialmente obsoleto y falto de gracia en esta enésima reflexión sobre las realidades virtuales como reflejos de una falsa espiritualidad, y el intento de replicar por vía irónica los lugares comunes del thriller futurista sólo logra que el espectador desee un regreso a las fuentes clásicas. Allí están, por supuesto, los consabidos planos en escorzo, el uso del gran angular y los colores chirriantes como santa trinidad estética –que sólo los apóstoles de Gilliam apreciarán aquí acríticamente–, pero los resultados son apenas menos de lo mismo, no tanto un reciclado y puesta a punto como regurgitación refleja y espasmódica. La última película realmente estimulante del realizador, adaptación de la célebre novela de Hunter Thompson, ha cumplido quince años. Es de desear que su próximo proyecto, una película sobre viajes en el tiempo que tendrá como protagonista a la inmortal creación de Miguel de Cervantes Saavedra, haga recuperar a Gilliam esa chispa lisérgica que parece haber perdido. Un “Pánico y locura en La Mancha”, tal vez.