Zero Theorem
Zero Theorem (2013) es una película de Terry Gilliam cuyo sentido último es preguntarse sobre el sentido de la vida. Consiste en la última entrega del “Tríptico Orwelliano” de este director (junto con Brazil (1985) y 12 Monos (1995), en el que se nos muestran los aspectos distópicos del mundo en el cual vivimos, ambientados en un futuro indeterminado pero no muy lejano. Básicamente es un bodrio exasperante enmarcado en el rubro Ciencia Ficción, variante Distopías. El futuro que nos muestra es bastante asqueroso: una especie de Metrópolis de fines del Siglo XXI en donde las fuerzas del mercado imperan sobre un caos de colores chillones, gente estúpida, órdenes ridículas, autitos de tamaños mínimos, mal gusto informático, profesiones extrañas y propaganda por doquier. Sí, una pesadilla paranoide parecida al presente pero peor. Mi consejo principal es que habría que fusilar al guionista, el debutante Pat Rushin.
Consultado el propio director de la película, Terry Gilliam, sobre el sentido de Zero Theorem, este señaló: “Cuando hice Brazil en 1985 traté de mostrar el mundo en el que yo pensaba que vivíamos en ese entonces. Zero Theorem es una visión del mundo que creo que estamos viviendo ahora. (…) Pat Rushin me intrigó con las muchas, interesantes, preguntas que surgen en su graciosa, filosófica, conmovedora historia. ¿Podemos encontrar la soledad en este mundo cada vez más interconectado? ¿Está nuestro mundo bajo control o es simplemente un caos? (…) Hemos tratado de hacer una película a la vez honesta, divertida, hermosa, inteligente y sorprendente (…) No es parecida a nada que hayan visto últimamente (…) Hacía tiempo que no trabajaba con tan poco prespuesto [por lo que] hemos realizado salvajes saltos creativos…”. En síntesis: me cago en nuestros tiempos, el guión es un bodrio, filmé borracho, la peli hace agua por los cuatro costados, qué querían que hiciera con las cuatro chirolas que me tiraron… En fin. La crítica “seria” fue mayormente cruel con el pobre Gillian. Dos perlas al respecto: Kyle Smith, del New York Post, señala: “La racha de 20 años de películas malas de Terry Gilliam sigue con Zero Theorem, otro proyecto más cuya narrativa acaba tragada por su diseño”. Por su parte Carlos Boyero, del diario español El País, alude a una “…estética desquiciada, barroquismo indigesto (…) diarrea verborreica, una empanada mental notable.” Coincidimos.
Una detallada sinopsis de la peli puede encontrarse en el sitio web IMBD (http://www.imdb.com/title/tt2333804/synopsis?ref_=ttpl_pl_syn). El problema es que está en inglés. Para hacerla corta: Qohen Leth (Christoph Waltz) es un programador excéntrico que se refiere a sí mismo siempre en plural (“Nosotros preferimos trabajar en casa…”; “No nos gusta trabajar aquí”, “Preferimos que no nos toquen”, etc.). Trabaja para una compañía llamada Mancom, término que podría traducirse al castellano como “Comando Humano”. El tipo padece de una angustia existencial importante, y está siempre a la espera de un llamado telefónico que le va a transmitir cuál es el sentido de la existencia. Por si el público es idiota o se intoxicó con pochoclos mientras la miraba, la peli refuerza el sentido de fe religiosa de Qohen Leth haciéndolo vivir en una especie de ex-iglesia, con crucifijos, estatuas de la virgen y todo eso. Al mismo tiempo, al personaje se le encomienda una tarea absurda: demostrar el problema matemático denominado Teorema Cero al 100%, consistente en asumir que la vida no tiene sentido como consecuencia del evento físico conocido como “Big Crunch” (lo opuesto del “Big Bang”). En efecto, cada tanto se nos muestran imágenes de una especie de gigantesco agujero negro donde confluye toda la materia del universo y se funde, o desaparece, o se recicla, vaya uno a saber. O sea: su tarea es demostrar que su fe en el sentido de la vida no tiene ningún sentido. Como ni el autor de la idea, ni el guionista, ni el director tienen el menor indicio de cómo se resuelve esta tensión, al final hay explosiones, saltos hacia el agujero negro y fusión de partículas. De todos modos, A esta altura lo único que querés es trompearlo al director. No jodamos, el tipo hizo Brazil y Doce Monos, entre otras. No te puede salir con esto.
Aparecen unos pocos personajes adicionales, todos mayormente disparatados. Qohen hace terapia con la Dra. Dr Shrink-Rom (Tilda Swinton), en realidad un programa informático (mejor dicho: una parodia de la inteligencia artificial) al que Qohen le cuenta sus pesares (por ejemplo: “Por el momento, no sentimos felicidad alguna”). Su superior inmediato, el supervisor Joby (David Thewlis, ese actorazo) es como la representación de todo lo que está mal en el Cosmos. Refiriéndose a la demostración del Teorema Cero, por ejemplo, acota: “El todo suma a la nada”. Qohen intenta, y lo logra, acercarse al jefe último de Mancom, conocido como “la Gerencia” (un medido, sosegado Matt Damon) para pedirle que lo dejen quedarse en su casa (la iglesia, la fe, por si no lo recuerdan). La Gerencia se lo permite, a condición que trabaje en el proyecto Teorema Cero (o sea, en lo diametralmente opuesto, por si lo habían olvidado). Suponemos que para distraerlo en medio de tan magno proyecto (en un momento, Qohen rompe su compu a martillazos en medio de una crisis), la Gerencia le envía a su propio hijo, Bob (Lucas Hedges), una especie de superhacker, y a Bainsley (Mélanie Thierry), especialista en cibersexo. Hay numerosas interaciones emocionales con ambos (sobre todo con Bainsley), incluyendo decepciones. La vida te da sorpresas, Qohen.
El estilo general es Gilliam en estado puro: raptos de acción sin sentido, humor surrealista, contrastes que te caen como una trompada a las costillas, etc. Los cambios de luz te hacen doler la vista, los colores fluo te marean, las entradas y salidas de los personajes tienen algo de obra de teatro de barrio; todo es vertiginoso, inclusive en las escenas de quietud, con cabos sueltos en un 98%. Ojo: no necesariamente es horrible todo esto. Uno piensa en Brazil todo el tiempo; lo que ocurre es que en Brazil había una historia, mientras que la sensación general es que en Zero Theorem la historia se fue resolviendo sobre la marcha, a veces con ganas, a veces sin ganas, casi siempre con pocas ideas.
No todo es decepcionante en Zero Theorem. Estamos hablando de Terry Gilliam, un superdotado del cine distópico al que seguimos queriendo por cosas como Brazil y 12 Monos. Hay un carril de la película, por encima o por debajo del torrente visual al que se nos somete, que nos transmite una sensación de rara armonía en esta historia inverosímil. Un tono en la mirada apagada de Qohen, su reproche silencioso a un mundo que le resulta fudamentalmente ajeno.
La película hace recurrentes referencias visuales a una especie de isla-paraíso, en la cual se puede comer langosta, tomar champagne, bañarse en la playa, tomar sol y jugar a la pelota mientras se mira el ocaso. Todo lo opuesto al horrible mundo paranoide y chillón que ocurre al traspasar la puerta de la casa-iglesia de Qohen. Suponemos que se trata de una metáfora: a la vida hay que aceptarla tal cual es, sin hacerse demasiadas preguntas sobre su significado último. El problema es que a la isla se accede a través de una conexión virtual y en compañía de una puta, los colores son falsos y el escenario huele a cartón pintado. Ay, Terry.
¿Qué quieren que les diga? Uno comienza a cansarse de estas visiones anglosajonas del mundo, esta permanente aceptación de la doctrina neoliberal del TINA (There Is No Alternative), de que no hay alternativa a un mundo dirigido por corporaciones anónimas en donde el 1% de la humanidad disfruta y el resto sobrevive como puede refugiándose en las morondangas del individuo. Basta, chicos, afíliense al sindicato y recuperen el sentido de especie, de comunidad, de cultura. En una de esas cambian el chip y hacen mejores películas.