Conectados al vacío
Las primeras imágenes de Un mundo conectado, el último exabrupto audiovisual de Terry Gilliam, lo muestran a Chistoph Waltz frente a una enorme pantalla, interactuando y atendiendo un teléfono donde nadie responde. Lo que espera escuchar el sujeto en cuestión es la respuesta al “sentido de la vida”. El tamaño del monitor y la expectativa del personaje son proporcionales al universo del director y esta película no es la excepción. En efecto, la concepción del cine que tiene el ex Monty Python nunca se caracterizó por la mesura ni por la solidez narrativa. Su barroquismo siempre evidenció la preferencia por consolidar un majestuoso diseño de arte antes que cualquier idea. Este film parece ratificarlo.
El protagonista, Qohen Lethun, un antihéroe fóbico, encerrado en una catedral abandonada y que habla en primera persona del plural, se encuentra involucrado en un siniestro proyecto denominado The Zero Theorem. Este punto de partida conduce a un encadenamiento de hechos azarosos que remiten a un centenar de películas que ya han hablado de estas visiones distópicas, lo que genera una constante sensación de anacronismo. Es en este universo multicolor saturado de ruidos, publicidades y frases que denuncian el hiperconsumo por donde se mueven los personajes, exagerados en sus gestos, caminando como marionetas. Pese a la construcción genérica vinculada con las ficciones científicas, el efecto de cada fotograma está más cerca del ridículo que de una actitud crítica frente a lo que se observa. Esto último parece obedecer, por lo menos, a dos razones. La primera tiene que ver con la saturación que producen las imágenes, cargadas de artificio, que no dan margen de respiro a la retina ni al pensamiento; lo mismo ocurre con las palabras que conforman sentencias cuyo único fin es explicar lo que se ve y que se caracterizan por la misma ampulosidad. Por ejemplo, “vivimos en un mundo caótico”, “no se consigue nada si estás desconectado”, más cerca de un libro de aforismos que de un guión inteligente. La segunda habla de un paso en falso en cuanto a la elección del género. Gilliam siempre estuvo más cerca del imaginario de los cuentos maravillosos, con sus escenarios recargados y sus personajes gesticulantes. Se nota en cada momento de la película que hay un esfuerzo por encastrar este mundo en otro que le es ajeno, el de la ficción futurista que, por otra parte, parece demandar siempre un discurso fuerte. Contrariamente, lo que tenemos aquí es un ejercicio de imaginación desbordada que deviene en un cotillón de frases vacuas e insustanciales, sumadas a hechos ya mostrados en pantalla demasiadas veces.
Sólo se sostienen pocos momentos graciosos y algún atisbo de humanidad en los vínculos que mantiene Qohen con una vecina y con el hijo del líder corporativo, pero pronto son desarticulados para enfatizar una vez más ese marco visual abrumador. A esta altura del partido, se prefieren los simpáticos obesos consumidores en el espacio de películas como WALL-E que esta galería de clichés en clave lisérgica.