El imaginario de Terry Gilliam vuelve a ponerse a prueba. No debería ser así porque tal imaginario ya superó con creces todas las pruebas posibles. Así como sucede con Wes Anderson, el mundo cinematográfico creado por ex integrante de los Monthy Python ya tiene fisonomía propia desde “Los aventureros del tiempo” (1981) a esta parte. Sin tener en cuenta lo realizado en los ’70, porque casi todo fue con el grupo cómico, es posible que según el género haya diferencias y debamos agrupar “Los aventureros…” junto a ·Las aventuras del Barón de Munchausen” (1990) y “Los hermanos Grima” (2005). En otro concepto estético estarían “12 Monos” (1995) y “Brasil” (1985). Justamente de esta última, el estreno de hoy, “Un mundo conectado”, vendría a ser de este grupo aunque un par de escalones abajo. Porque no es en lo visual en donde Gilliam se pone a prueba en forma constante, sino en qué hace con todo ese universo.
La primera imagen es la de una especie de agujero negro espacial que se va fundiendo hasta entrar en la cavidad craneana de Qohen Leth (Christoph Waltz). A éste hombre lo vemos obsesionado con dos cosas: Poder conseguir por parte de la empresa monopólica (se da a entender) un certificado que le permita trabajar desde su domicilio. De esta manera puede atender el ansiado llamado del cual vive pendiente para que le respondan sobre el significado de su existencia. Su otra obsesión es descifrar “El teorema cero” (tal el título original), teorema que irónicamente probaría que la existencia no tiene ningún sentido. Semejante propuesta comienza a tener algunas pinceladas jugosas e interesantes al presentarse ante el espectador. Estamos en un futuro en el cual la publicidad digital proyectada en la pared persigue a los transeúntes con sus argumentos de ventas. Los autos son diminutos, de consumo rápido. Los valores espirituales están prácticamente ausentes y deteriorados.
Qohen vive en una iglesia adquirida a bajo precio por su estado de dejadez. La sociedad se volvió adoradora del consumo rápido. Hasta el sexo o el psicoanálisis se dan en forma virtual. El contacto se perdió. Es así, que rara vez el realizador inglés se quede con sólo un tema de conversación.
Desde el vamos este planteo de ciencia ficción filosófica no es nuevo ni para el cine ni para este director. De alguna manera, esta hermana boba de “Brasil” va por ese camino. Hay una cuestión a tener en cuenta: esta es la era de la comunicación y sin embargo este futuro planteado en el guión no parece poder abarcar el concepto o lo hace en forma “amesetada”. Como si mostrar una sociedad convertida en “emoticons” multicolores fuera igual de trascendente que la cuestión metafísica.
El texto de “Un mundo conectado”, al revés de las citadas anteriormente, colisiona contra la dirección de arte, por ejemplo en el hecho de que el protagonista habla de sí mismo en tercera persona del plural, mientras trata de integrarse en una fiesta cuasi lisérgica que muestra formas y códigos del futuro. Sería coherente si no fuera porque esta distopía no parece buscada, sino una consecuencia de la falta de los engranajes necesarios para amalgamar el discurso con la imagen. Todo parece ser. De a ratos la sensación es la de estar viendo las sobras de alguna cena. Viejos bocetos de proyectos rejuntados y redefinidos para la ocasión.
De todos modos, estamos frente una filmografía conceptual. Mucho se perdió también en la espantosa proyección de prensa con asqueroso sonido, incomodidad en la sala, etc. Es posible que una segunda visión aclare mejor un panorama que se presenta por momentos confuso, por otros con exceso de vertiginosa información. Terry Gilliam no deja de ser un ilusionista nato que da su versión del mundo globalizado con esta fábula. Para ver y debatir.