Raquítica reflexión sobre el aislamiento
Terry Gilliam, un director cuyo siglo XXI no ha sido particularmente brillante -por usar una fórmula que es puro eufemismo- une su película Brasil, de 1985, con Un mundo conectado. Un hombre, prisionero del sistema y de sus propios fantasmas y traumas, sueña con una mujer.
La línea precedente describe ambas películas del cineasta, aunque la burocracia orwelliana de Brasil se ha convertido en una corporación colorinche (aunque igualmente opresiva) y la mujer soñada ahora es física y también virtual. Pero habrá que olvidarse de Brasil, o de lo que recordemos de ella, o de lo influyente y venerada que pudo haber sido.
Un mundo conectado ofrece un planteo raquítico alrededor del intento de resolución del "teorema del cero" del título original. En eso, y en lo atormentado del protagonista, que vive en una iglesia fuera de uso y quiere salir lo menos posible, hay una conexión con Pi, de Darren Aronofsky. El mundo lleno de publicidad y de comunicación escasamente neuronal remite a la imprescindible Idiocracy, de Mike Judge, una de las películas clave del siglo XXI. Y la posibilidad de sexo virtual con trajes brillosos dialoga con El demoledor (con Sylvester Stallone y Sandra Bullock).
Pero en toda comparación, en toda conexión, Un mundo conectado se diluye. Y se diluye y se destruye también sin esas conexiones: es un pantano cinematográfico vestido con muchos colores, diseño de producción plástico e hiperbólico (y falso) y mucha actuación exhibicionista. Christoph Waltz (que no parece el mismo actor que con Tarantino) y David Thewlis (que no parece el mismo actor que con Bertolucci) están a la deriva con sus gestos, con sus maneras enfáticas de pronunciar los diálogos, con la forma en que demuestran estar más allá de la película, en una guerra de histrionismos que sabe que no hay relato que la sostenga.
Frente a las actuaciones de Waltz y Thewlis, Matt Damon con pelo platinado es un modelo de sobriedad y Tilda Swinton está del otro lado de la exageración: del lado del juego puro, en una pantalla y detrás de unos dientes ridículos (en un momento empieza a rapear, pero Gilliam no la deja avanzar).
Porque detrás de todo este circo triste Gilliam esconde, tal vez, la peregrina idea de establecer alguna idea sobre la deshumanización hacia la que nos estaríamos encaminando. Quizá. Pero Un mundo conectado, con su muestrario de mesa de saldos de fragmentos de ciencia ficción y del cine previo del propio Gilliam, es una de esas películas en estado de confusión permanente: megalómanas, fallidas, irritantes. Un muestrario tedioso de la personalidad y las marcas registradas de un director que giran sobre el vacío, que confirma que el cine onírico de Gilliam quedó encerrado y aislado en el siglo XX.